viernes, agosto 24, 2007

Silvina Ocampo;
mujer redonda sobre un fondo amarillo de tormenta
(breve comentario o texto inconcluso)

Vanesa Guerra

“Hay en Silvina una virtud que se atribuye comúnmente a los antiguos o a los pueblos del oriente y no a nuestros contemporáneos: la clarividencia. Más de una vez, y no si un poco de aprehensión, la he advertido en ella. Nos ve como si fuéramos de cristal, nos ve y nos perdona. Tratar de engañarla es inútil.
J. L. Borges

Entre vitraux y claraboya filtra e imprimen su fantasma las luces nocturnas y el color de un cielo atardecido, sobre alguna superficie, nunca plana, siempre abierta, multiforme, errante. Silvina Ocampo es una voz que penetra en varias direcciones, quiebra y abre múltiples sentidos; a medida que nos avanza jaquea suavemente el referente elegido por cada lector para enfrentar el texto.
La maquinaria que pone en funcionamiento no implica un juego de ingenio, no considera el arte como una mecánica de inteligencias, relojitos funcionando a tempo, bobo oficio de narradores prolijos. Ocampo va más allá y es posible que a esa razón se deba el reconocimiento tardío de su obra, aún tardío para un mundo que apenas digiere más de cuatro acordes.


Los sueños de Leopoldina
Silvina Ocampo

Desde el nacimiento de Leopoldina en la familia de Yapurra, las mujeres llevaban nombres que empiezan con L, y a mí por ser tan pequeño, me llamaban Changuito.
Ludovica y Leonor, que eran las menores, buscaban un milagro, junto al arroyo, todas las tardes, a la caída del sol. Íbamos a la vertiente llamada Agua de la Salvia. Dejábamos las damajuanas junto a la fuente, y nos sentábamos sobre una piedra, esperando con ojos muy abiertos el advenimiento de la noche. Todos los diálogos llevaban al mismo tema.
- Juan Mamanís estará en Catamarca-decía Ludovica
-¡Ay!¡Qué lindita bicicleta llevaba! Todos los años visita la Virgen del Valle.
-¿Harías la promesa tú de ir de a pie, como Javiera?
- Tengo los pies delicados.
-¡Si tuviéramos una Virgen como esa!
-Juan Mamanís ni iría a Catamarca.
-Me tiene sin cuidado. La Virgen es lo que me aflige.
Yo nunca me quedaba quieto; ellas conocían mi costumbre. “Changuito deje eso”, me decía Ludovica, “las arañas son ponzoñosas”, o bien “Changuito no haga eso. No se orina en la fuente”
Alguien les había dicho, tal vez la curandera, que a esa hora brillaba una luz en un hueco de las piedras y que una sombra aparecía en la orilla del arroyo.
-Un día la hallaremos -decía Leonor-.Ha de parecerse a la Virgen del Valle
-Puede que sea un ánima -respondía Ludovica-. Yo no me ilusiono -metiendo los pies en el arroyo salpicaba mis ojos y mis orejas con agua. Yo temblaba. ¿Qué harás, Changuito, cuando caiga la nieve, cuando todos los árboles y el suelo estén blancos? No saldrás a la orilla del fuego, ¿eh? Hasta el agua tibia te hace tiritar como una estrella.
-Si descubrimos la nueva Virgen saldremos en los diarios. Dirán así: “Dos niñas en Chaquibil vieron la aparición de una nueva Virgen. Las altas autoridades irán a presenciar el acto” Se hará una gruta iluminada para la estatua y después se construirá la basílica. La imagino muy bien a la Virgen de Chaquibil: morocha, con vestido punzó, con espejitos y un manto azul, con guarda dorada.
-Yo me contentaría si tuviera una falda como la nuestra y un pañuelo en la cabeza, siempre que nos hiciera regalos.
-Las vírgenes no regalan cosas ni se visten como nosotros.
-Siempre quieres tener razón.
-Cuando la tengo, la tengo.
-Para estar de acuerdo contigo no se puede ni decir “esta boca es mía”-comentaba Leonor, acariciándome la cabeza.
Bruscamente cayó la noche, con olor a menta y a lluvia.
Ludovica y Leonor llenaron las damajuanas, bebieron agua y volvieron a la casa. En el camino se detuvieron a hablar con un viejo que llevaba una bolsa. Hablaron del esperado milagro. Dijeron que de noche oían el llamado de aquella aparición. El viejito respondió:
-Andará cantando el zorro. Para qué buscar milagros afuera de la casa, cuando tienen a Leopoldina, que hace milagros con los sueños.
Ludovica y Leonor se preguntaron si sería cierto.
En la cocina, en una sillita de mimbre con un respaldo altísimo, Leopoldina estaba sentada, fumando. Era tan vieja que parecía un garabato; no se le veían los ojos, ni la boca. Olía a tierra, a hierba, a hoja seca; no a persona. Como un barómetro anunciaba las tormentas o el buen tiempo; antes que yo olía al león que bajaba del cerro a comer los chivitos o a torcerle el pescuezo a los potrillos. A pesar de que hacía treinta años que no salía de su casa, sabía, como los pájaros, en que valle, junto a qué arroyo estaban las nueces, los higos, los duraznos maduros, y hasta el mismo crispín, con su canto desolado, que es arisco como el zorro, bajó un día a comer migas de galleta, mojadas en leche, de sus manos, creyendo seguramente que era un arbusto.
Leopoldina soñaba, sentada en su sillita de mimbre. A veces, al despertar, sobre su falda o al pie de la sillita, hallaba los objetos que aparecían en los sueños; pero los sueños era tan modestos, tan pobres –sueños de espinas, sueños de piedras, sueños de ramas, sueños de plumitas- que a nadie asombraba el milagro.
-¿Qué soñó Leopoldina? -preguntó Leonor, aquella noche, al entrar en la casa.
-Soñé que andaba por un arroyo seco, juntando piedritas redondas. Aquí tengo una -dijo Leopoldina, con voz de flauta.
- ¿Y cómo consiguió la piedrita?
-Mirándola nomás –respondió.
Junto a la vertiente, Leonor y Ludovica no esperaron, como otras tardes, la llegada de la noche, en la esperanza de asistir a un milagro. Volvieron a la casa, con paso apresurado.
-¿Con que soñó, Leopoldina? -preguntó Ludovica
-Con las plumas de una torcaza, que caían al suelo. Aquí tengo una -agregó Leopoldina, mostrándole una plumita.
-Diga Leopoldina, ¿por qué no sueña con otras cosas? -dijo Ludovica con impaciencia.
-M´hijita, ¿con qué quiere que sueñe?
-Con piedras preciosas, con anillos, con collares, con esclavas. Con algo que sirva para algo. Con automóviles.
-M´hijita, no sé.
-¿Qué es lo que no sabe?
-Lo que son esas cosas. Tengo como ciento veinte años y he sido muy pobre.
-Es tiempo de hacernos ricos. Usted puede traer la riqueza a esta casa.
Los días siguientes Leonor y Ludovica se sentaban junto a Leopoldina, para verla dormir. A cada rato la despertaban.
-¿Qué soñó? –le preguntaban- ¿Qué soñó?.
Ella respondía algunas veces que había soñado con plumitas, otro día con piedritas y otros con hierbas, con ramas o con ranas. Ludovica y Leonor protestaban agriamente, a veces con ternura, para conmoverla, pero Leopoldina no era dueña de sus sueños: tanto la molestaron que ya no podía dormir. Resolvieron darle un guiso indigesto.
-El estómago pesado da sueñito –dijo Ludovica, preparando una fritura oscura con un olor riquísimo.
Leopoldina comió, pero no tuvo sueño.
Le daremos vino –dijo Ludovica- Vino caliente.
Leopoldina bebió, pero no durmió.
Leonor que era previsora, fue en busca de la curandera, para pedirle unas hierbas dormitivas. La curandera vivía en un lugar apartado. Tuvimos que atravesar la Ciénaga y una de las mulas se hundió en el pantano. Las hierbas que Leonor consiguió tampoco dieron resultado. Ludovica y Leonor discutieron durante unos días adónde les convendría buscar un médico; si a Tafí del Valle o a Amaicha.
-Si vamos a Amaicha, traeremos uvas –dijo Leonor a Leopoldina, para consolarla. Luego rió: -No es la época de las uvas.
- Y si vamos a Tafí del Valle, de la Quesería del Churqui traeremos quesito –dijo Ludovica.
-¿Lo llevarán a Changuito, para que de un paseo?-contestó Leopoldina, como si no le gustara ni el queso ni las uvas.
Fuimos a Tafí del Valle. Cruzamos muy lentamente, a caballo, la Ciénaga donde murió la mula. En la villa fuimos al hospital y Leonor preguntó por el médico. Nosotros la esperamos en el patio. Mientras Leonor hablaba con el médico, tuvimos tiempo de dar un paseo por el pueblo; cuando volvimos Leonor nos recibió en la puerta del hospital, con un envoltorio en la mano. El envoltorio contenía un remedio, una jeringa y una aguja para inyecciones. Leonor sabía dar inyecciones: una enfermera, que había conocido, le enseñó el arte de clavar la aguja en una naranja o en una manzana. Dormimos en Tafí del Valle y de mañana, muy temprano, emprendimos el regreso.
Al vernos llegar, como si ella hubiera hecho el viaje, Leopoldina dijo que estaba cansada, y durmió por primera vez después de veinte días de insomnio.
- Que bandida-dijo Ludovica. Duerme para hacernos un desprecio.
En cuanto vieron que despertaba le preguntaron:
-¿Qué soñó? Tiene que decirnos que soñó.
Leopoldina balbuceó unas palabritas. Ludovica la zarandeó del brazo
-Si no nos dice lo que soñó, Leonor le pondrá una inyección –agregó mostrándole la aguja y la jeringa.
-Soñé que un perro escribía mi historia: aquí está –dijo Leopoldina, mostrando unas hojas de papel arrugado y sucio- ¿No las leerían ustedes, hijitas, para que yo las escuche?
-¿No puede soñar con cosas más importantes? –dijo Leonor indignada, tirando al suelo las hojas. Luego trajo un libro enorme que olía a pis de gato, con láminas en colores, que le había prestado la maestra. Después de hojearlo atentamente, se detuvo en algunas láminas, que mostró a Leopoldina, restregándolas con el índice. –Automóviles –daba vuelta las hojas-, collares –daba vuelta las hojas-, pulseras- soplaba sobre las hojas-, joyas –se humedecía el pulgar con saliva-, relojes -giraban las hojas entre sus dedos-. Con estas cosas tiene que soñar y no con basuritas.
Fue en ese momento, Leopoldina, cuando te hablé, pero tu quizá no me oíste, porque dormías de nuevo u algo se había deslizado entre tu sueño anterior y el presente.
-¿Te acuerdas de mis antepasados? Si los evocas panzones, ásperos, hirvientes y temblorosos como yo, recordarás los objetos más suntuosos que conociste: aquel medallón, con baño de oro, y en el interior un mechón de pelo, que te regalaron para el casamiento; las piedras del collar de tu madre, que tu nuera robó; aquel cofre lleno de medallitas con aguamarinas; la máquina de coser, el reloj; el coche con caballos tan viejos que eran mansos. Es increíble, pero existió todo eso. Recuerdas en Tafí del Valle, aquella tienda deslumbrante donde compraste un prendedor, con la cabeza de un perro parecido a mí, grabada en una piedra: sólo yo, para curarte el asma, puedo recordártelo, porque fui el abrigo de tu pecho.
-Si no se duerme le pondrán la inyección –amenazó Ludovica.
Leopoldina, aterrada, volvió a dormir. La silla de mimbre, meciéndose, hacía un ruidito extraño.
-¿Habrá ladrones? –interrogó Leonor
-No hay luna.
-Serán las ánimas –contestó Ludovica.
¿Sabía porque lloraba yo? Porque sentía venir el viento Zonda.
Ni Leonor ni Ludovica lo oían, porque sus voces retumbaban, desesperadas o tal vez esperanzadas, preguntando:
-¿Qué soñó? Que soñó?
Esta vez Leopoldina salió afuera, sin contestar, y me dijo:
-Vamos Changuito, es la hora.
Inmediatamente comenzó a soplar el viento Zonda. Para los cristianos se había anunciado siempre con anticipación, con un cielo muy limpio, con un sol desteñido y bien dibujadito, con un amenazador ruido de mar (que no conozco) a lo lejos. Pero esta vez llegó como un relámpago, barrió el piso del patio, amontonó hojas y ramas en los huecos de los cerros, degolló, entre las piedras, los animales, destruyó las mieses y en un remolino levantó en el aire a Leopoldina y a mí, su perro pila, llamado Changuito, que escribió esta historia en el penúltimo sueño de su patrona.


(de La furia,1959)

Silvina Ocampo- Antología Esencial- 1ra ed.- Buenos Aires: EMECE 2001
Págs: 49-54

. elephant

viernes, marzo 23, 2007

Narrar el cuerpo narrado.
Vanesa Guerra

¿Qué es narrar el cuerpo narrado?

Los humanos -dicen- estamos hechos con la misma sustancia con que están hechos los sueños. Tal vez, no con esa ligereza que habita lo onírico, pero quizá, sí con la vaga consistencia con la que están hechas las imágenes y las palabras. ¿Qué es un cuerpo sin un ser que lo aliente? Lo más asexuado de un cadáver.
Yo no sé por qué Edgar Poe se ensañó con el pobre señor Valdemar. Aquel blanquecino paciente de voz gelatinosa, sólo alcanzó a decir -estoy muerto- y le amarreteó todo caro dato al curioso y apasionado doctor que se afanaba por detener la intrusión de la muerte (para escrutarla en cámara lenta), mediante algunos pases hipnóticos.
Como recordarán, el espectáculo termina o comienza cuando el cuerpo ofrece una última respuesta, una mueca-muda: la muerte que cose la boca y nos cosifica hasta el líquido: ¡Puf! Un instante, somos eso: hacemos agua. ¡Pero qué cochi/nada!
Y ahí lo tenemos a Poe con sus reales. ¿Y para qué? Invento: para que en el salto del tiempo, los acusados horrendos lectores de la Pizarnik, aceptaran esa cesta llena de cadáveres de niñas como el lugar en donde se hacen los cuerpos poéticos.
Es que ella tiene miedo de no saber nombrar lo que no existe.
A todos nos pasa lo mismo, esa es la verdadera aflicción humana: lo que no existe para el lenguaje nos acosa y se presiente.

En fin, o por el fin mentado y hórrido que propone el magnífico escritor, el cuerpo tiene sus voces porque está vivo y un cuerpo vivo es un cuerpo narrado. ¿Narrado por quien? Narrado por las imágenes y las palabras que lo constituyen desde que era ¡así de chiquitito!.
Parecen pavadas, mas lo que se presiente nos hace hablar y cuando hablamos nombramos y al nombrar se otorga existencia: Somos humanos hechos de pedacitos de dioses genesíacos. Por eso somos seres apalabrados y el cuerpo -entre el tiempo y el espacio- va tomando la forma de las palabras y los relatos que lo habitan. Somos seres con forma de palabra o conforme a la palabra, en el mejor de los casos.
Si la vida de cada quien estuviera compuesta por relatos distintos a los que se han tenido a modo de constitución, seguramente portaría otro cuerpo: otra manera de caminar, otra forma de presentarse en público, otro modo de elegir las vestimentas, otra intención para amar, otra sensibilidad para recordar, otro tono de voz, otro estilo para enfermarse, otra capacidad de sanarse y, por supuesto, otra representación de su propio cuerpo.

Las dualidades siempre han sido problemáticas, cuando no simplistas si vamos por el opuesto y por unanimidad se busca sostener la unidad cuerpo-alma... Por cierto, tampoco hay semejante acuerdo. Siempre hay un resto, un resto que la palabra provoca o un resto que provocó a la palabra.
Aquello que nos acosa y se presiente nos condiciona a cierta extraña rebeldía. Quizá sea una de las causas para el arte en todas sus dimensiones. La poesía -viene al caso- despliega en su práctica esta idea y da lugar a la presencia allí donde las palabras no alcanzan.
Entonces, se trata de Cuerpos Poéticos.


Pero se me ocurre algo más: Un cuerpo sin relato que lo aliente es un cadáver ¿Y de la inversa fantasmática: "relatos sin cuerpo" que se podría decir? (?) Platón dijo lo suyo, pero el cuerpo, tarde o temprano arrimaba a la escena.
No sé si lo que estoy por contarles ahora responde en algo la pregunta, pero recuerdo una anécdota que cita F.Doltó sobre las experiencias de asensibilidad. El asunto es que unos pocos muchachos valientes aceptaron envolver su cuerpo en algodones, luego -bajo supervisión de laboratorio ratonil- fueron sumergidos en una pileta de agua tibia. Los valientes, sin posibilidad de percibir su cuerpo por el efecto del algodón, flotaron y respiraron por un tubo, sin ningún otro punto de referencia. Y así los mantuvieron lo suficiente y lo necesario (o tal vez más) hasta que al cabo de una horas, la ausencia total de la imagen del cuerpo destruyó las referencias de espacio y tiempo por las cuales nuestro narcisismo se vincula a nuestra historia inconciente y conciente. Todos habían quedado profundamente atontados, como salidos de los límites del espacio y del tiempo.
Entenderán, que los chicos casi se hacen agua.
Sin un cuerpo que haga historia y la soporte, nos diluimos como agua en el agua.
Como se relata, las experiencias de asensiblilidad concluyeron brindando una figura de la esquizofrenia o de la psicosis y los jóvenes debieron ser asistidos delicadamente por un buen período.
Es claro que el ser humano en ese estado en el cual se provoca una forclusión ¿parcial? de la representación del cuerpo, queda arrojado a un puro pensamiento incorpóreo o a una inteligencia pura incapacitada para mediatizarse simbólicamente. Por si queda alguna duda, en estas circunstancias ni siquiera hay lugar para la pregunta ¿quién soy?.

La medida del tiempo es una invención humana, medimos el tiempo, como forma de nombrarlo. En realidad, cuando el pensamiento asume el cuerpo, comprende la necesidad inexorable del tiempo.
El cuerpo no es sin el referente espacio-tiempo: el cuerpo humano tiene límites, no es etéreo, ni eterno, ni omnipresente, ni se expande en el universo cósmico. Sin embargo, un cuerpo que pierde esos referentes (o no los constituye) diluye su historia y se transforma en un presente inmediato y continuo, algo muy parecido al personaje de Funes el Memorioso, donde todo acontece de manera simultánea. Tal vez me remita a seres constituidos de "Aleph", si es que puede pensarse la inverosímil hechura. Pero como bien se sabe, el relato o la narración imposibilita lo simultáneo, sólo se trata de una seguidilla de cortes. Borges en "La escritura del dios" lo dice así: "Consideré, que aún en los lenguajes humanos no hay proposición que no implique el universo entero; decir el tigre es decir los tigres que lo engendraron, los ciervos y tortugas que devoró, el pasto de que se alimentaron los ciervos, la tierra que fue madre del pasto, el cielo que dio luz a la tierra. Consideré que en el lenguaje de un dios toda palabra enunciaría esa infinita concatenación de los hechos, y no de un modo implícito, sino explícito, y no de un modo progresivo, sino inmediato. Con el tiempo, la noción de una sentencia divina parecióme pueril o blasfematoria. Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y con ella la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo. Sombras o simulacros de esa voz que equivale a un lenguaje y a cuanto puede comprender un lenguaje son las ambiciosas y pobres voces humanas, todo, mundo, universo."

La medida del tiempo nos permite aceptar un código, y aceptar un código es aceptar la bella o trágica caída de la pureza y lo absoluto. Entonces ni cadáveres sueltos, ni relatos desatados.
Creo (a fin de cerrar o abrir esta nota) que para narrar el cuerpo narrado, no hacemos más que pedirle al cuerpo sus palabras.

-------------
dr. elephant, 2007-2000