Víspera Azul, sobre el desierto
Vanesa Guerra
En “El desierto de lo tártaros” -Dino Buzzati su autor- casi muero de pena con esa forma finita y final de la desesperanza.
Hasta me parece estar escuchando algo así como los ecos de una futura pregunta: ¿qué tiene que ver esto con el amor?
Podría volver a leerlo para esta nota, pero reconozco que no está nada mal eso de escribir con los restos de la memoria, hecha de papeles y personajes disueltos y hojas marcadas hasta la desesperación (-que consiguen en esa superficie plana, relieve y cuerpo para el trazo del tiempo en cada lectura-)
Recuerdo que cuando terminé de leer aquel libro, tan bello y triste, lo volví a torear, pues reboté contra la última página y necesité emprender el camino de nuevo buscando en el efecto de la repetición, el alivio y la diferencia.
Pero, en ese libro, la esperanza es una esclavitud.
Y quizá fue esa esclavitud la que propició mi entrega a una lectura esperanzada de soportar lo imposible, varias veces. Lo imposible no de una lectura, sino lo imposible de soportar una verdad que se insinúa.
Borges prologa una de las ediciones, entre otras cosas comenta:
"está regido por el método de la postergación indefinida y casi infinita"
El infinito ha sido amado en la escritura de Borges -eso creo al menos- con maestría le otorgó formas posibles; hay efectos de un lenguaje infinito para las pobres voces humanas que intentan decirlo todo amasándose con la nada.
Para Buzzati la esperanza tiene forma de infinito horizonte en los confines de un desierto, el de los tártaros, que nunca llegan, que siempre están por llegar.
¿Qué es la esperanza?
La hermana del sueño y la muerte, la que ha quedado sola en la caja de Pandora para consolar a los hombres.
En la esperanza, la espera puede ser eterna, eterna en tiempos mortales, digo, pues aquellos hombres han esperado toda la vida lo que nunca llega, otra forma de esperar a Godot, otra forma. A veces lo humano se olvida que lo único que se puede esperar con certeza es la muerte.
Quizá por eso se diga que la eternidad es el olvido, fin de las callejuelas laberínticas del ser.
Borges propone el olvido como destino.
No es frase para tomar a la ligera y todo lector de la obra se habrá topado varias veces con esa idea de belleza fatal.
Estoy tratando de buscar equivalencias, algo que no puede eludir nuestro ameno debate: un príncipe azul también puede ser un texto, no sé como lo pensaba Borges, no lo puedo citar textualmente, recuerdo, eso sí, recuerdo que tenía muy claro que los libros no siempre llegan a su lector, que no todos los lectores llegan a sus libros, y que hay momentos donde hay que esperar -no en vano- y que el libro deberá permanecer cerrado hasta su buen encuentro o abierto en su mudez o su noche hasta la posibilidad única y oportuna de ese encuentro.
Por algún motivo, me cierra más esa idea que la del príncipe azul, aunque al mismo tiempo intuyo la trampa dado que se lee sólo y en soledad lo que cada quien puede leer. Solo un análisis literario implica o propone otra invención o intervención sobre el texto... y aún así sostengo dudas.
De todas formas, hay días que recorro bibliotecas y librerías y me espanto de la cantidad de libros que existen. A medida que la gente se multiplica, van multiplicándose los textos y los libros. (También los síntomas y la muerte.)
Cualquier freudiano básico diría que la multiplicidad hace al horror, y yo también acuerdo con ello, pero sólo digo que así como están las cosas el horror formará parte de lo cotidiano porque todo se multiplica sin pausa, generando universos resquebrajados, simultáneos, indiferentes y constantes, y la muerte haría una suerte de apaciguamiento a semejante descontrol de productividad, pese a que las cosas o los productos finales nos ignoran y siguen su camino de esencia inerte a través de la mirada de otros.
Es cierto, la biblioteca de babel existe, o sea que existe lo infinito si no tenemos en cuenta el tiempo y el espacio (tan solo imaginar los libros que se escribieron, los que se perdieron, los que permanecen secretos, los que se están escribiendo, los que se escribirán, los que se pensaron y no se escribieron, los que se escribieron y no se pensaron, los que se quemaron, los que se quemarán, los que se están quemando, blblblbl... auguro que nos faltarán lectores) Lo curioso es que este infinito del que hablo está tan ligado a lo imposible, tan copulado por lo imposible, que no ingresa en la categoría de lo Absoluto (término que se me emparenta a obsoleto)
He llegado a otro punto, e intentando hacer una intervención en el foro, me he ido por ramas y ya dudo que algún lector del Foro de Historias de encanto y desencanto haya llegado hasta aquí.
Así que ahora que estoy sola, contaré sin temores que Macedonio Fernández tenía un plan, que al fin de cuentas no cumplió o no se lo dejaron cumplir, -yo creo que no lo cumplió- El quería escribir un libro que se publicara tras su muerte y anheló firmarlo con el nombre de otro, sellarle nombre de otro autor, quizá atribuírselo a uno consagrado o quizá a uno no consagrado, o sea que quería desaparecerse y dejar el texto entre miles de textos perdiéndose en el pajar, donde nadie encuentra la aguja.
Me pareció una idea tan loca, o tan sabia, que no logré entender el propósito.
Desde la ingenuidad que produce el romanticismo, llegué a pensar que la idea era un acto de amor, una entrega, un digno legado. En otra instancia simultanea pensé que el maestro le endosaría una carga a un pobre perejil.
Más tarde, en otro momento, leí a Borges diciendo algo así como que todo libro que se publicara debería ser anónimo.
Yo no sé bien qué pensar ante esto, pero lo primero que se me ocurrió es que sólo los mitos cumplen con esa condición, pues los hombres cargan con el nombre y los mitos cargan con todos los hombres.
Y mientras tanto habrá alguien que carga una 42.
Y, parafraseando al tóxico autor que hace de un personaje un maligno ser que arroja un vidrio sobre la arena y otro benigno in-ser que lo recoge, digo, también existirá alguien que apuesta al 42 y gana 42 trillones de veces aquello que no esperaba.
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