Ay! Una historia de la queja > AVITAL RONELL
La profesora Ronell interrogará la queja como enunciado presente y visible en la discusión pública pero despreciado por los discursos políticos y las indagaciones filosóficas. Recurriendo a preguntas y posiciones exploradas en la literatura, buscará dar cuenta de este tipo de intervención en el contexto de creciente malestar cívico que aqueja y revitaliza a las democracias occidentales.
Disertante: Dra. Avital Ronell (New York University)
UNTREF Marzo 2017
Ay! Una historia de la queja
Ay! Finjiré hasta que lo logre, día a día, finjo lograrlo. Mientras tanto, tipeo y
presento demandas, reseteo el grito quejumbroso, el Klage, y agudizo la posición
acusatoria, la Anklage, día a día, incapaz de desistir de mi propio círculo de
reclamos firmemente circunscripto, el continuo zumbido de riñas y quejas que
recibo y distribuyo. De vez en cuando capto el murmullo quejoso de las
sanguijuelas filosóficas, y contemplo en una suerte de apagón catónico cómo mi
sistema de sonido produce ruido, el eco disonante del lamento. Ay! Le doy vueltas
a la misma pregunta en mi cabeza, expando el enfoque, después restrinjo su
alcance, para volverlo a abrir. Ida y vuelta, todo el día, y durante los ataques de
insomnio: ¿debería quejarme de esto o de quello, del modo en que este me trata?
¿Me escuchará? ¿Debería responder a las quejas que me han llegado? ¿Qué
significa alojar una queja, algo que está filosóficamente devaluado pero que sin
embargo es parte del repertorio de firuletes críticos? En algunos ambientes, los
objetos se quejan, tal como señaló Benjamin. Los animales lloriquean y marcan
zonas de protesta cuando no están exultantes o dormidos. Incluso el sueño en el así
llamado animal humano puede indicar una pose quejumbrosa. “No pienso
levantarme”. Ay!
Ok. Déjenme rebobinar, recobrar la compostura. Tal vez ya estoy saliendo, lista
para retumbar, despegándome de una pose unifórmemente congelada, mi clase de
petrificación medusoide. Entro y salgo de estados alternantes de inercia y
movilidad frenética, trabada y cargada. En fin. Soy un desastre. O, mejor, soy un
reflector de desastres, transmitiendo en un desierto de desesperación. Les diré
cuál es la queja número 1: las elecciones en los Estados Unidos nos dejaron en un
estado de sorpresa existencial. El modo en que perdimos – pero, ¿contra quién?,
¿contra qué? El alcance de la pérdida que debemos soportar – enorme,
perturbadora, indicadora de daño corporal – nos coloca en una casilla catatónica
de la que no podemos predecir su vida útil y sus articulaciones furtivas, sus
atropellos somáticos, sus patrones de sueño perturbados, su confianza perdida, sus
arranques de ira, sus rasguños inconcientes, sus rupturas decisivas y su recelo
social. Bajo tales circunstancias, no está claro cómo podemos mantener el motor de
la protesta en marcha, cómo hacerlo viable y sostenible, algo en lo que “podemos
creer”. La elección de un equipo recargado de patologías masculinistas nos sacudió
como una protesta en sí misma; en términos de evaluación nietzscheana, como el
costado malo y decadente de la noción misma de protesta. Trump es el signo de
una protesta que salió mal, muy mal, tremendamente mal. Muchachos, está todo
mal, muy mal. La campaña llevó la máscara de una imposición afirmadora de la
vida, espolvoreada con goce destructivo, mientras persistía en intensidades
propias del primer chakra que estimulan apropiaciones familiares, tribales,
nacionalistas, fuertes pero de vuelo bajo, muy muy bajo. Cuando ellos volaron bajo,
nosotros quedamos noqueados. En cuanto a mí, espero instrucciones de la
comunidad de guerreros y agitadores, esos activistas super articulados que están
en la calle, para ver cómo movilizarme contra lo imposible. Solía escuchar música
para darme ánimo; escuchar a Common, a Cranfield y Slade, a Beethoven, y a
tantos otros levantadores de puño de los archivos del lamento musical. Pero en
esta ocasión no puedo. Un período de duelo me ha mantenido alejada de la música,
de modo que mi cabeza se llena en cambio de bombas de estática. Eso mismo me
impide devolver los golpes en este estancamiento ahogado de desilusión. Estoy de
luto anticipado por los próximos años, trato de estimular, busco las explosiones de
energía y los depósitos de lenguaje público que me permiten fusionarme con otros
ciudadanos fueriosos. Pero como una esquizo salida de las páginas de Deleuze, me
la paso corriendo, la mayor parte del tiempo, al ritmo de una movilidad inerte.
Imagino que está bien para una rastreadora de huellas minorizadas, quiero decir,
para una escritora, una “mujer”, una llorona post-humana sin credencial de
identidad, etc.
Ok, soy un desastre, pero puedo al menos darles una sombra, una apariencia de
documentos de identidad, y estoy muy feliz de estar acá, invitada por amigos. Ok,
voy a tratar de mantenerme lejos del registro de afectos personales que pueden
hacerme parecer débil. Me voy a hacer mujer, y les diré algo sobre mi trabajo,
sobre lo que me enseñó, sobre cómo funciono y de qué modo estoy programada,
aunque por momentos la función “yo” puede resultar desregulada. Aquí vamos.
Ejem.
Como Sintomatóloga en Jefe y Directora de la Oficina de Quejas Existenciales,
aprendí del modo más difícil que estamos atrapados en una grilla de reclamos cuya
parte más noble está perdiendo fuerza. Ay, soy un desastre de contradicciones.
¡Cómo desprecio a los que no paran de lloriquear y quejarse! ¡Cómo desdeño a
aquellos que, no perturbados por ningún tipo de injusticia, no encuentran nada de
lo que quejarse y son todo sonrisas, están grotescamente satisfechos, bloqueando
los caminos a la protesta y a la indignación honrada! Soy un desastre.
No soy culpable de esta situación confusa, porque soy apenas un reflector, hecho
para absorber los hábitos destructivos de mis contemporáneos y de los infractores
sociales cercanos. Encargada de alinear las distintas mutaciones del dolor cívico,
me encuentro redireccionando agresiones libidinales desproporcionadas que
atacan nuestras zonas de encuentro compartidas. Esta noche trataré de determinar
si el registro de quejas con el que se nos mide constituye un virus o un rasgo
esencial de las condiciones de nuestro ser-con-los-otros, nuestro Mitsein.
En general, no pareciera que el topos de la queja pudiera pertenecer a los
instauradores históricos ni que pudiera ser situado en las ligas más importantes
del devenir. Sin embargo, cualquier motivo de indignación termina en mi escritorio,
y la preocupación sobre el deceso de ciertas formas de protesta domina mis
archivos. La capacidad de la protesta de sostener y defender a los incapacitados
todavía agita mi imaginación, y sostiene el deseo, acaso irrealizable, de
aproximarme a aquellos que permanecen en una debilidad desolada. La vigilancia
agitada –preocupación, preocupación, preocupación – me mantiene despierta.
Entiendo que el descontento del que se queja ranquea como el operador de
lenguaje más descartable de todos, apareciendo como aquello que no debe tomarse
en serio. Es por eso que me han encasillado, de modo que pueda recaer, registrar
pasos en falso y chequear preocupaciones infraestructurales mientras investigo
una enunciación despreciada que sin embargo está en el tope de los rankings del
uso histórico del lenguaje. Aun aquellos que se fastidian contra la queja la toleran.
Pueden decir “No te quejes, no expliques”, pero la supresión de l queja también
reconoce su peso inmovilizante.
Aunque está bien abajo en el totem de las posiciones articuladas y las poses
postulantes, la queja persigue a esta época de justicia desesperada. Cargada
libidinalmente, adictiva, y sin embargo imposible de ser investida, la queja parece
ordenar un amplio espectro de acciones principalmente atascadas. Al mismo tiempo,
hay un núcleo de vitalidad en la queja, alentando de vez en cuando despertares
políticos y distintos tipos de cuidado, de disidencia articulada o de pelea por
derechos.
Es posible que en ciertos momentos el esfuerzo por entender la naturaleza de la
queja parezca como un trabajo no calificado en los campos de la teoría lingüística y
la lucha política. Sin embargo, atrapada en los vientos cruzados de la amenaza de
desaparición y el intento recientemente visible de detener todo movimiento social,
me pareció relevante regresar al punto de origen de un lenguaje que esloganea,
aboga, acusa, exige y se desespera, desafiando sin una dirección segura o la
esperanza de encontrar una réplica . Por otro lado, soy partidaria de los tropos no
canonizados de quejarse y putear, una provisión de lenguaje de la que me temo
no he producido lo suficiente, aun cuando, en tanto agitadora nata, tiendo a
inclinarme hacia las zonas minadas y las rutas de acceso difíciles a los objetos o
temas del pensamiento marginalizados. Pocos querrían reclamar para sí el reino
degradado de los desechos del lenguaje y ocuparse junto conmigo y mi pandilla de
chicas alpha del polvo sucio y bajo de los usos del lenguaje, la alcantarilla del
Gerede o chisme.
HAMLET ACOSADO. La filosofía tiene un interés en las estructuras de la queja, y la
literatura se mantiene encolerizada, alimentada por dos motivadores alternos: la
ira y la restricción. La queja ha plagado todo tipo de campos discursivos y sectores
referenciales del encuentro vital, vaciando, o, en algunos casos, contemplando el
modo en que las cosas caen en su lugar y se alinean, para facilitar o bloquear
senderos existenciales y escapadas psíquicas. Ocupémonos de la dislocación
ilustrada por Hamlet cuando pone en marcha su máquina quejante.
Hamlet, atascado y confundido por el sistema de transmisión espectral,
célebremente hace una pausa lamentar su relación ajustada con el tiempo;
dirigiendo su queja al rencor, deplora el modo en que el tiempo, dislocado, le
ordena que ponga la casa en orden. Su aprieto lo encuentra enfrentando la
cuestión de los derechos y la búsqueda de justicia dentro de la jurisdicción del
sujeto quejante. ¿De qué modo va a tratar los reclamos de su padre? ¿En qué
medida todo reclamo despierta un origen fantasmal y un puesto de mando que te
incita a la acción? El carácter dislocado del tiempo presenta una espada que corta
en ambos sentidos: funciona como un pedido de justicia y como el anuncio de la
venida mal, señalando a un malhechor o un dossier expectante de injusticias
negadas. Estas dos posibilidades – la justicia, el arribo del mal – permanecen
indisociables; exhiben los dos lados, cada uno esconde al otro, del mismo peligro y
la misma urgencia, “de una misma desarticulación debida a la violencia de toda ley
en su irrupción auto-fundante” (Jerome Lebre), partiendo su origen por medio de
una alteridad general.
En Espectros de Marx, Derrida se levanta la visera y se pregunta “cómo
distinguir entre dos desajustes, entre la dislocación de la injusticia y aquella que
abre la disimetría infinita de la relación con el otro, es decir, el espacio de la
justicia?”. Al enganchar la llegada del mal con la demanda de justicia, la queja
multiplica el desorden de la injusticia amarrado al hecho mismo del ser – que
nuestros días son prestados; que el lenguaje patalea arbitratiamente, le falla
seriamente a la intención, apaga el significado, terceriza los sentimientos a campos
remotos y aproximados del decir, criticando indirectamente los objetivos del
lamento, haciendo un ajuste en el ministerio de los elogios.
Hamlet, apegado al lenguaje, balanceado por su desmesurada caída en la locura de
decir y recitar y reciclar el horror fantasmal, derrumbado por la muerte de Ofelia,
dirige su queja a la esencia del hombre, al modo en que anthropos funciona, trabaja
y se disloca: “Qué lindo trabajito el hombre!” El enigma del hombre, sea
solucionado o no, sujetado por un impulso destructivo, continuamente re-ajustado
por consideraciones de fuerzas tácticas bélicas, adherencias teóricas y el abrazo de
la razón, le da su foco a la queja. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo funciona esta cosa
humana demasiado inhumana? A menudo acoplado al trabajo del duelo, el
funcionamiento del hombre, como el trabajo del duelo, de acuerdo con Derrida, no
funciona. En nuestros días seguimos diciendo, cuando menospreciamos a alguien,
“Qué lindo trabajito”, indicando un problema y una historia codificada de
conductas difíciles cuando intentamos dar cuenta de la dislocación humana o
infrahumana, o cuando intentamos rebajar las escrituras de la feminidad.
La queja de la soberanía despreciada. Señalado como pasaje a la modernidad,
Hamlet ha sido considerado el primer hombre absolutamente moderno. El
espectro de su ansiedad de alta gama revela profundidades y un indicio de
interioridad que sus predecesores no podían conocer. Sin embargo, la metáfora de
la profundidad manda al lenguaje trágico de vacaciones, sin que importe cuán
sustancial y retóricamente elaborada sea cada expresión de duda,
incontrolabilidad e indignación. Hamlet tambalea y se atasca en la forma
degradada de lenguaje con la que carga en tanto eterno hijo perdedor. Las
múltiples ocasiones en que deja que los centinelas o su gran amigo Horacio se le
adelanten o caminen con él, escenifican un nivel de crisis de jerarquías inaudito,
que da paso a un ataque deslumbrante, aunque silencioso, de los protocolos reales
de escritura y sintaxis gestual convenidos. Cuando todo queda relegado a las
habilidades de Horación para los apuntes, aprendemos que el mejor amigo bien
puede no ser el mejor de los memorialistas, bien puede no ser el mejor hombre
para el trabajo. Hamlet le encomienda la tarea de testimoniar a un escritor
mediocre.
¿Cómo implica al hombre la adhesión trágica a la queja? ¿Qué nos dice esa
adhesión sobre los atascamientos y las tendencias neutralizantes propia de los
actos (o las pasividades) de la queja? ¿Cómo pugna la queja por su legitimidad en la
competencia retórica por el poder? ¿O acaso las estocadas de la queja son apenas el
compañero necesario de la impotencia, y sólo son capaces de mostrar las
embestidas referenciales contra la autoridad referencial y lo que significa darse la
cara contra otros espadeos linguisticos? La queja riñe constantemente con sus
insudiciencias declaradas, con los límites con los que se topa en términos de
alcance e intención. Presentando sólo el espectáculo de una puja por su propia
autoridad, la queja incorpora su pantomima agitada mientras intenta aferrarse a
su receptor recalcitrante.
La situación es precaria en Hamlet, porque la queja que dispara la
pantomima toca una cuerda sensible; alcanza para “tomar por sorpresa la
conciencia del Rey”, haciendo que el Tío Claudio se tambalee y se arrodille como
ante ninguna otra forma de ataque lingüístico. Si es posible asignarle un género a
este ataque lingüístico – una tentación discutible pero ineludible de la
comprensión y el debate-, en el sentido de que no aprueba el test de la hombría al
proferir reclamos y ejecutar todo tipo de giros, el ataque quejoso es no sólo el
primo pobre de todo lenguaje, nacido del lado incorrecto de las vías referenciales,
sino que además dice algo sobre aprieto de aquellos seres que recurren al lenguaje
y pierden terreno, la pelean una y otra vez con resultados insignificantes y
amplificadores bajos de energía.
Hamlet pone en marcha el drama de la soberanía despreciada, porque el
trono de Dinamarca ha sido tomado ilegítimamente, por obra de una usurpación
íntima. El hecho de que la toma del poder se extienda inextricablemente a
Gertrudis ajusta el nudo de la asunción y el deseo soberanos. Destronado, el
fantasma sólo puede inquietar a su hijo, que a su vez sólo puede sacudir sus
cadenas, atrapado en una cadena significante que permite poca latitud.
Desorientado y congelado, Hamlet construye el edificio precario de sus quejas. Por
momentos se libera de su encierro particular, cuando arremete contra Polonio y
organiza la ejecución de sus amigos como parte de una demostración de ira que
fracasa, yéndose por una tangente secundaria.
La queja como principal atributo – el grado cero del espadeo lingüísticoofrenda un sentido del hombre en relación con el declive de la soberanía. ¡Ningún
soberano, nadie en posición de dominio subjetivo, sería agarrado quejándose! O,
yendo al punto fantasmal, el soberano tiene que estar muerto para poder quejarse.
Llorón supremo, el fantasma de Hamlet hace dudar de la veracidad de sus
reclamos, inspira a su interlocutor a detenerse, a suspender toda acción, cuando no
la fe. Los dos Hamlet tensan los términos de su suspensión, en el aire y como
herederos. Toda posibilidad de acción dramáticamente concebida queda en
suspenso. No puede dar con un equipo de socorristas que sea incitado a la
venganza por medio de un grito de guerra legible y convincente. Lo que se
transmite no es tanto una orden, un acto de habla perlocutivo, sino la posición de
suspenso, ocupada por el habla fantasmal, del llorón supremo: el tropo paternal
muerto. Se supone que los padres no se quejan; las madre, bueno, ésa es otra
historia, que en este momento está siendo investigada, porque las madres pueden
hacerlo: generalmente no pesa sobre sus juegos linguísticos la amenaza de
castración, y realmente nadie se preocupa por sus rezongos, por la puesta en
marcha de un canoneo de irritación inconsecuente. A veces, sin embargo, son
empujadas a extremos homicidas para presentar una queja, para hacer que prenda
a la vista de una entera comunidad de espectadores horrorizados, los testigos
“inocentes”, que han dejado que las cosas lleguen a este punto.
El estatuto de la paternidad tiene todo que ver con el modo en que la
feminidad ha sido desplazada o escondida, vuelta irrepresentable. El asalto al
poder siempre tiene marcas de género, y siempre está acechando en el fondo o
deshaciéndose de acuerdo con protocolos furtivos de relacionalidad y uso del
lenguaje. En Ricardo II de Shakespeare hay mucho supeditado a la diferencia entre
un suspiro y el gruñido, la atenuación masculinista del lenguaje. En la perspectiva
de Friedrich Kittler, la literatura alemana comienza con un suspiro (un Seufzer) en
el Fausto de Goethe, con el lanzamiento de un “Ay!”. En Hamlet, el Padre real le
grita a su hijo “Remember me”, es decir, que le traiga de vuelta su miembro, que
recuerde y fortalezca su posición de poder dominante. Sin embargo ambas figuras,
la del padre y la del hijo, se contagian la falta de miembros, y así también Hamlet
sufre una colisión libidinal, y debe renunciar a su chica. El deterioro soberano
podría formularse en términos de los golpes que su lenguaje ha recibido,
descendiendo a un nivel de uso que esmerila el prestigio del gobierno y la eficacia.
Su lenguaje cambia de terreno o pierde terreno, pierde su borde performativo y el
golpe de resolución soberana del que gozó antes de que el drama se iniciara, queda
envuelto en la bruma lingüística que se cierne sobre Elsinore, y los deja en el
aprieto de intercambiar quejas, un modo de permanecer en escena y de perder
todo punto de apoyo.
Para cuando aparece en las murallas, el espíritu paternal tiene un déficit de
autoridad, y su credibilidad es muy baja. Hamlet, hijo y receptor de emociones
fantasmales, casi no puede actuar. Está atascado en la rutina de la queja, y esparce
los ecos gritones de sus pausas reflexivas, en una palabrería vociferante,
despotricante, chillona, delirante, acechadora de fantasmas, tumultuosa y
desplomadora de todo poder. ¿No es este el destino del sujeto de la modernidad,
caer en las grietas de un discurso que no puede sostenerse y que sólo obstaculiza y
congela todos los mitos de arranque que llevan a la acción? Es practicamente a
causa de la experiencia de la degradaación del discurso que estallan guerras en
todos lados para demostrar que se está en lo cierto, de modo totalmente arbitrario,
como dice y brama Fortinbras, aunque fatalmente y con un objetivo horrible.
Mientras tanto el hombre acecha. Reflexionando sobre una colaboración fantasmal,
el hombre acecha sin rumbo, atravesando campos de fantasmas en los que se ven
parloteos, alcanzando a duras penas las velocidades y la profundidad del lamento,
la habilidad de rastrear la pérdida hasta su arco de retirada periférico. Amplio en
su esfuerzo de explorar la dislocación de las cosas y el mundo, la espuma del
sinsentido, Hamlet mantiene un canal que emite parloteo, confusión y verso; es
decir, el descenso del lenguaje al patrón alocado convencionalmente asociado con
el tartamudeo femenino silenciado, cuya voz cantante, en los días de descanso de
Hamlet, es Ofelia.
Repetición automática: “El tiempo está dislocado”. El tiempo no sólo
esta fuera de sus goznes – si nos mantenemos dentro del campo metafórico
aproximado que se nos concede- sino también dislocado. Qué signifca esta
“dislocación” en lo que concierne al tiempo amerita mayor consideración, porque
el complejo que conecta el “aire” con el “heredero” depende también de dónde
pueda instalarse el localizador en el estar fuera de sí del tiempo, que emparenta el
carácter sucesivo del tiempo que garantizan los goznes con los derechos de
sucesión, que Claudio viola y abusa. Pero el desajuste del tiempo indica también un
estar afuera en el que todos los aspectos no dominables del tiempo están
apartados y son extra-temporales, si no extra-terrestres. Para Derrida, la relación
con lo que no está allí nos invita a prestar atención al otro fantasmal y no-presente,
a ocuparnos de los que no tienen voz, y que en ciertos sentidos están silenciados e
inhibidos, estructuralmente extra- o sub-humanos. Sea que hayan sido relegados a
un pasado o a la extensión de un futuro desconocido, su grito atenuado exige una
reacción ética.
Defendemos a aquellos cuya presencia está comprometida. Este tipo de
defensa, transmitida desde el más allá (o desde el pasado, o desde las juridicciones
de los futuros que se avecinan) bien puede extenderse de un modo u otro, a todes y
a nadie, o a todes los no cuerpos, porque una aparición fantasmal reclama un
cuerpo sin una base material… Pero qué voy a saber yo; soy simplemente una
académica que rastrea la dimensión de lo no conocible, en los bordes de la
evidencia falseable. El padre de Hamlet, una semi-ficción, alineado con la ficción de
la paternidad, está cubierto por una armadura, presentando apenas la vaga
insinuación de un cuerpo. Forzando una comunicación con aquello que elude la
presencia, la aparición fantasmal, que no vive su vida en el presente, sino que
transita su sobrevida, retorna a Elsinore en nombre de la justicia. Para Derrida, la
escena, que pone en cuestión todas las “escenas”, todas las modalidades de ver o
las observaciones posibles, invoca “el principio de cierta responsabilidad, que va
más allá del presente vivido, dentro de aquello que disloca el presente vivido,
frente a los fantasmas de aquellos que todavía no han nacido o que ya están
muertos, sean víctimas de guerras, de la violencia política o de otro tipo, de
exterminios nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo, víctimas
de la opresión del imperialismo capitalista o de todas las formas de totalitarismo…
sin esta no contemporaneidad consigo mismo del presente vivido, sin aquello que
secretamente lo disloca, sin esta responsabilidad y este respeto por la justicia en lo
concerniente a quienes no están allí, aquellos que ya no están o que todavía no
están presentes y vivos” (Espectros de Marx). El desajuste que Derrida analiza en la
línea de las quejas de Hamlet – tajos de intempestividad representados y
expuestos por el interlocutor fantasmal – dice que la justicia todavía está
pendiente en el sentido de que aún se la espera y no ha sido cumplida. Todo pedido
de justicia se nos acerca con los sistemas de entrega del fantasma, latentes pero
persistentes, parte de una lógica patrimonial que nos sacude y nos despierta,
usualmente a media noche, cuando el tiempo diurno es desocupado y la no
contemporaneidad de lo que es nos envía una citación. Derrida habla del efectovisor del espectro que cita a Hamlet, del modo en que el fantasma ve sin ser visto
en términos del rostro que oculta, y, podemos añadir, en sintonía con el sistema de
emisión superyoico y drástico que este ardid implica.
La pregunta que nos deja en suspenso es una pregunta que se cierne sobre
nuestros cuerpos políticos, sus inscripciones y orientaciones, y que todavía nos
desconcierta; y que es tan irrastreable como el origen de un imperativo categórico:
¿de quién (o de qué) tomamos órdenes, sea que se trate de la órden de marchar o
de un sentido del órden en el mundo; bajo el influjo de qué o quién nos sentimos
presionados, nos volvemos responsables, y pasamos a estar motivados o
inmovilizados, deprogramados, listos para la acción, ideológicamente retroajustados, y así siguiendo? En otras palabras, ¿qué tránmisores de la queja
adquieren legitimidad en el elenco de las llamadas que aceptamos, inundando la
atmósfera sónica con alarmas decididas que nos atacan desde otro lado? Aun
nuestros gritos y deliberaciones políticos más mundanos, nuestra tentación
continuamente alimentada por el pensamiento de la acción, implican crucialmente
una espectropolítica. Consúltenlo con Marx o con cualquier sistema transmisor
revolucionario que distribuya análisis políticos sagaces y escuche lo no dicho, a
menudo acompañados de una estática tremenda.
Las quejas dirigidas a Claudio llegan a un punto muerto sólo en parte a
causa de una relación neurótica con el tiempo (pero, ¿quién no tiene una relación
neurótica con el tiempo, una sensación histérica de aceleración o melancólica de
desaceleración, y así siguiendo, o, precisamente, no siguiendo? Bueno, tal vez
Heidegger no tenga una relación claramente histérica con el tiempo, pero, ¿quién
escribe dos o más volúmenes sobre el tiempo, tacha uno de ellos, lo vuelve a
empezar de otro modo, retorna a premisas perdidas y las despacha de nuevo todo
para leer mal de manera catastrófica su tiempo histórico, desdeñando todo tipo de
avisos temporales y regresiones arcaicas, atravesando de nuevo el tiempo y el ser,
y así siguiendo? Habría que considerar rigurosamente los diagramas de flujo
temporales discrepantes en Heidegger: ondas de concesión, tipos de preferencias,
el ritmo de la donación poética, las negaciones e inestabilidades de y en el tiempo
establecidas entre momentos, ofrecidas como huellas, a la vez que figuran las
modalidades del tiempo dado como indeterminación (arche, lapso, momento,
eschaton, duración, presente, suspensión, telos, instancias apresuradas, diacronía,
el apuro de la temporalidad ec-stática, etc., etc.).
La protesta contra el abuso de poder de Claudio no despega del todo. El
ejercicio del poder está siempre acechado por su propensión al abuso,
reproduciendo el tropo que hace del abuso de poder una marca de soberania por
excelencia. Puede ser que el padre de Hamlet, extendiendo la queja sobre su
situación a su hijo, cometa actos linguísticos abusivos en tanto soberano
desposeido. En este campo, la queja nos mantiene atrapados en una mala racha
irrecuperable. Estamos ahí afuera, vaciados, fantasmales, girando en el aire.
Entre muchas preguntas y efectos linguísticos de acción retardada, Hamlet
se pregunta qué significa enderezar las cosas, o presumir que uno fue convocado
para hacerlo. Cómo uno se enfrenta a los reclamos que vienen de arriba depende
de una serie de consideraciones estratégicas y movimientos incalculables en la
dirección de la justicia reparativa. ¿Es la muerte del padre algo que puede
repararse? ¿Se puede ir contra el goce materno? ¿Cómo contar los días de duelo
regulado cuando el rey reinante te pide que te pongas las pilas y te reintegres a la
conectividad y la viabilidad social?
Limitaré mi intento de respuesta al tema que estamos tratando,
entendiendo que el texto sigue tipeando una serie de ángulos pertinentes en su
incapacidad de comprometerse al dictado de las formas convencionales de
venganza, algunas más atractivas que otras, cuando se trata de entender el modo
en que la justicia es racionada o totalmente asaltada y devuelta al remitente. Los
dos demandantes, Hamlet y Hamlet, están impedidos de iniciar acciones siguiendo
los protocolos codificados de la venganza. Tenemos una pista de esto cuando el
Príncipe Hamlet saca una pluma en vez de una espada, corriéndose al campo de la
escritura del borramiento y aplazamiento, bajo un dictado fantasmal, en el que
toma nota del reclamo paterno, garabateando un cronograma para la reparación
de los daños. El acelerado pulso de la ley, entendida en su relación con la venganza,
se detiene por un momento de indecisión rigurosa y es deliberadamente
suspendido. La queja es ingresada como un elemento de una máquina de escritura
manipulada para interrumpir la demanda de inmediatez, la exigencia de
equivalencia (sobre la cual, de acuerdo con Nietzshe, está basada la justicia) y
cierre. Hamlet obtendrá su final, podría decirse, pero este sentido de la finalidad no
coincide con un cierre. Esa estructura que se resiste al cierre es análoga al
desorden de duelo que lo desgasta hasta el final suicida que es un exceso de cierre,
y que deja a Horacio a cargo del reporte y a Fortinbras del comando de las nuevas
tropas, llevando a cabo un ejercicio de orden público que abandona la reflexión
eterna de la justicia del reloj de la venganza y se entrega a la generalidad del
tiempo. Es la hora; un nuevo ejército de tropos controla la escena sin que llegue la
justicia o el mal haya sido puesto en su lugar. La queja ha llegado a su fin sin un
punto de llegada o una conclusión significativa. Es posible que el “sin” marque el
momento fatal, una formulación del “fuera” que todavía depende de un resto de
“con”, la dependencia que Derrida ha marcado como la privación del “sin”, que en
inglés depende mucho del “con” (without/with), una indicación duradera del sercon tachada pero sin embargo precariamente mantenida. Estoy sin vos, atado a la
memoria de un “sin” confiscado.
Mientras agoniza, habiendo sido Claudio descartado, el medio segundo de
soberanía de Claudio no tiene duración histórica y sin embargo constituye un
acontecimiento. El temblor del ascenso al trono vacante lo lleva a tomar una
decisión que no le era exigida ni estaba protegida por la ley: el tembloroso ascenso
acoplado con el declive inminente le permite a Hamlet “elegir” ilegítimamente a
Fortinbras como su sucesor legítimo. Es difícil cronometrar la muerte de Hamlet o
concluir con un certificado de defunción, porque él anuncia su deceso siguiendo
distintos relojes de finalidad diferida: Estoy muerto, Horacio. Me muero. Me estoy
muriendo. Me muero. Debo… Así habla, desinflándose en staccato, siguiendo un
sentido del tiempo tambaleante, un espasmo intemporal de expiración. El drama
no deja claro de qué lado cae la queja, si del lado de la justicia o del mal. En la
medida en que ha agotado su tiempo y sobrepasado los límites de la acción
cronometrada, la queja como disposición y como detención desafiante, iniciada por
Hamlet el Danés, parece estar en el mismo bando que el mal que critica: lo único
que pudo hacer es prolongar el alcance de una fechoría perjudicial.
Ay, ay! Un tiro más, un suspiro más. Por supuesto, están aquellos que no
pueden quejarse. Subsisten gracias a la réplica de la desistencia mansa: “No me
puedo quejar”. Un enunciado que es un hit, casi agradable, un básico del rechazo
amigable que me gusta examinar con atención y que se lee como la traducción
callejera de un poema de Celan: saben que no hay dirección en la era del volverse
anónimo de Dios. ¿Quién va a atender tu llamada? Aquellos que viven en una
miseria tenaz no pueden quejarse. Tampoco pueden hacerlo los soberanos, los que
gobiernan en Shakespeare o en distintos puestos mundiales dispersos. A pesar de
todo, al decir que “no pueden quejarse”, los abstemios, aquellos que decididamente
resisten, plantean la cuestión de la queja, su necesidad y futilidad, insinuando un
depósito de quejas listo para ser usado, pero no revelado: podría quejarme, pero
renuncio a la tentación de hacerlo. De todos modos, en una sintaxis rilkeana del
ser, ¿quién me escucharía? En cierto nivel de sensibilidad ética, me veo obligado a
absternerme de revelar la queja
#
Gracias Valeria Herrero por facilitar este material
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Avital Ronell (Praga, 15 de abril de 1952)
filósofa estadounidense que ha contribuido a los campos de la filosofía continental, los estudios literarios, el psicoanálisis, el feminismo filosófico, la filosofía política y la ética.
Profesora universitaria en Humanidades, pertenece a los Departamentos de Lenguas y Literaturas germánicas y Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York, donde codirige el Programa de Estudios Transdisciplinarios sobre Traumas y Violencia; también es editora fundadora de la revista Qui Parle y miembro de Jewish Voice for Peace.
Algunos libros::
Pulsion de prueba -Interzona
https://interzonaeditora.com/catalogo/ensayo-141/pulsion-de-prueba-335
Crack Wars _ Eduntref
Avital Ronelll una entrevista por Patricia Suarez >>
Entrevista
Reseña Crack Wars
dr. elephant
Avital Ronell (Praga, 15 de abril de 1952)
filósofa estadounidense que ha contribuido a los campos de la filosofía continental, los estudios literarios, el psicoanálisis, el feminismo filosófico, la filosofía política y la ética.
Profesora universitaria en Humanidades, pertenece a los Departamentos de Lenguas y Literaturas germánicas y Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York, donde codirige el Programa de Estudios Transdisciplinarios sobre Traumas y Violencia; también es editora fundadora de la revista Qui Parle y miembro de Jewish Voice for Peace.
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