Orbitando la gauchesca
Vanesa Guerra
En mi vida la literatura
gauchesca está ligada a la infancia. Fue una enredadera que trepó todas las
estancias de lectura en el colegio tornándolo aburrido y siestero. Pero un día
conocí el campo, me llevaron mis padres, viajamos una jornada entera por una
ruta angosta y solitaria. Estoy hablando de 1970, tal vez 1972; era el camino
al suroeste de Buenos Aires, pueblos pequeños: Salliqueló, Ingeniero Thompson,
las afueras de Tres Lomas. Allá vivían
desperdigados mis bisabuelos y veinte primos de diversas edades; también “vivían”
las vacas, las comadrejas, las vizcachas, las liebres y las perdices que se cazaban
a escopetazos durante la noche. De los
peludos buscaban siempre las cuevas, con los faros altos abiertos al campo; campo
traviesa, bajo el primer rocío. Entonces reconocí palabras leídas: las
tranqueras, los alambrados, los postes, la luz de la luna, el viento, la niebla
y también vi llover, y creo que esa lluvia vista por primera vez en un espacio tan
oferente como es la pampa dejó una marca indeleble.
Entonces la gauchesca tomó otro
lugar. Yo volví y fui buscando y desencontrándome con esa lluvia, en cada
libro, en cada verso, fui buscando y a veces reencontrando ese paisaje que me
hizo experimentar, posiblemente, una primera forma de la melancolía infantil
–que no es muy diferente a la melancolía de un adulto, ni siquiera a la
melancolía con la que carga, irreparable, la lengua. Debo aclarar que jamás me
interesaron los gauchos de la literatura, pero sí y mucho aquellos que conocí viajando, -puesteros,
baquianos, troperos, peones- gente chúcara, pícara, gente de la tierra que por
olfato nomás sabe del tiempo o del humor de los animales (-esto último que podría entenderse como un
lugar común, estaría tan vaciado de sentido como comprimidas están las voces
que lo habitan, saberes populares que construyen una y alguna representación a
fuerza de desborde o resto); para el caso, el gaucho Fierro ha quedado como el
gaucho universal, un gaucho más gaucho que cualquier gaucho que otea horizonte,
quiero decir que Fierro es para muchos la mismísima gauchedad y eso, en un
punto, es ridículamente adorable
(-porque toda adoración en alguna
de las vueltas exige ridiculizar su objeto, -ya sabemos que el sujeto que adora
es ridículamente adorable por el brillo del objeto refractándole.)
Pero son los paisajes, su
enumeración, su descripción, su metáfora, su canto; es el trastabillar de la
lengua cuando se cuenta una forma de la inmensidad del desierto, de la noche,
del pájaro que sobrevuela el maizal, del árbol solo bajo el rumor final de una
guitarra,
son sus infinitas imágenes lo que
siempre me interpela y me convoca cuando vuelvo a la gauchesca.
La búsqueda de ese paisaje en la
invención de las diversas voces –esa búsqueda que se precipita porque el
paisaje real por el que fui afectada desvaneció para siempre ni bien quise traducirlo
a la materia que compone el lenguaje, y aún, cuando quise leerlo en esas otras
voces, me reencuentra (y me ha
reencontrado) en el intento de construir el fallidísimo recuerdo de una emoción
tan desajustada a su objeto perdido como quien- boqueando- añora y anhela
reencontrar a su país en la voz quebrada de otro exiliado.
Todo esto me obligó al folklore,
y del folklore a su música; en las zambas, por ejemplo, el paisaje envuelto en
alguna pena -penas fundadas en la nostalgia- o evocaciones en el orden
celebratorio por la construcción de un amor o un destino, revela o evidencia emociones
en donde la mujer existe
-no así en la gauchesca donde la
mujer pareciera estar fuera de juego.
La mujer en esa música produce un
nuevo paisaje, el hombre en esa trama también produce un paisaje que lo implica
para producir finalmente un hombre que se diferencia del gaucho literario, al
tiempo que se diferencia del hombre que cuenta el tango, al tiempo que se
diferencia del cuchillero de los arrabales de las milongas -por ejemplo- de las
borgeanas (ver Para las seis cuerdas).
También me ha dejado una impronta
fortísima el trabajo de Ezequiel Martínez Estrada, la poética de su obra
vastísima en esos ensayos tremendos y dramáticos, muestran al hombre dolido de
tal modo por el país que habitaba, que bien supo decir –fuera y dentro de obra-
que de ese dolor estaba enfermo.
Pero Martínez Estrada no fue en
mí sin antes Borges, y Borges no fue en mí sin antes José Hernández, ni J.
Hernández fue en mí sin antes los cancioneros populares, los trabalenguas, las
zambas, ni esto -todo esto- fue en mí sin antes la lluvia en el campo de la
infancia.
Un día llegó a casa un libro enorme,
apenas lo podíamos levantar. Mi padre fue encuadernador toda su vida. De sus
talleres, gran parte de los volúmenes de Enciclopedias, Diccionarios, Historias,
Atlas, Biblias… que circularon en el país, vieron su realización. Para este
libro en particular, además, se había asociado como editor, entonces fue que apareció
una edición limitada del Martín Fierro, con tapas de madera vitrificada, el lomo
en cuero oscuro con letras doradas, ilustrado con acuarelas de Ditaranto,
versión polilingüe (español, inglés, francés e italiano) y en la tapa el retrato
de Martin Fierro.
Para esa época -1974- otro libro
enorme salió del taller y enfrentó posiciones de importancia en exhibición en los
anaqueles de la biblioteca de nuestra familia; se trataba del primer volumen de
las obras completas de J. L. Borges, editado por Emecé, encuadernado en verde inglés,
también con letras doradas, presentado en una caja de cartón que lo contenía.
De Borges nadie hablaba claro, o al menos yo nada claro entendía, pero del MF
sí y en las reuniones familiares siempre había una guitarra, y entre zamba y
Jazz, alguien montaba una pierna en algún banquito y recitaba el MF en
italiano, como si payara:
Incomincio qui a cantare/
pizzicando la mandola…
la idea de “pizzicando” (la
traducción de ese verso es de Folco Testena) los hacía celebrar de lo lindo.
Creo que de alguna manera la
gente se fue apropiando de los versos de José Hernández para “restituírselos” a
Martín Fierro, y en esa operatoria compleja al tiempo que espontanea, la
reformulación ocurría.
Eso es, a mi entender, lo
popular.
En mayo de 2001 necesité comenzar
escribir para dejar de dibujar los mapas de un caserío que se me hacía
pequeñísimo. Entonces, toda superficie que se me cruzaba ganaba una suerte de
garabato como si fuera un caracol en cuyo centro se adivinara un ombligo que
bien podía semejar una plaza. En siete años de trabajo apareció el texto de una
novela. En el comienzo hubo una suerte de diálogo entre Borges y Martínez
Estrada, finalmente ellos abrieron la historia con dos epígrafes que robé como
amparo. El resto se diseminó, se pulverizó. Los afanes de un comienzo tienen
por destino la disolución; la escritura es un animal salvaje, no resiste
planes, la lengua íntima siempre traduce de otra forma. Yo acepto esa
convulsión, no me es posible domarla. Pero allí está, más que en otros trabajos,
la marca de lo que en mí podría haber sido la gauchesca. La novela tuvo dos
nombres el primero fue El mapa de las
cinco esquinas. A la hora de publicarla (once años después) consideré más
cercano a su nombre secreto –ése que en su potencia ignoro- este otro: Cómo sopla el Serpentino cuando no canta el
gallo.
Y así fue.
Notas sin numerar
La gauchedad:
“el gaucho es una confusión que desfigura la notoria verdad.” J.L. Borges: La poesía gauchesca. Pág 179.
O.C. Emecé, 1974
“el gaucho es un objeto ideal, prototípico. De ahí un dilema: si la
figura que el autor nos propone se ajusta con rigor a ese prototipo, la
juzgamos trillada y convencional; si difiere, nos sentimos burlados y
defraudados. (…) Fierro es el más individual, el que menos responde a una
tradición. El arte, siempre opta por lo individual, lo concreto; el arte no es
platónico.” J.L. Borges: La poesía gauchesca. Pág
180. O.C. Emecé, 1974
El arte no es platónico, más los efectos-afectos que produce, tal
vez sí, por ejemplo se podría decir que la mayoría de los argentinos sabe qué diablos es el Martín Fierro, al tiempo
que la mayoría no sabe qué diablos es diablos. Entonces se está a mano: MF también
es la sombra que se proyecta en la caverna.
El trastabillar de la lengua:
“un diablo se cayó al fuego/ otro diablo lo sacó/ y otro diablo le
decía/ ¿cómo diablo se cayó? Cancionero tradicional argentino H.J. Becco. Pág
207. Edicial S.A. 1994 (Hachette, 1960)
¿Quién es este que se arrima/trayendo
su rancho encima?
(el caracol)
Cancionero tradicional argentino –adivinanza- H.J. Becco. Pág 295.
Edicial S.A. 1994 (Hachette, 1960)
En el trastabillar de la lengua
sucede la experiencia del lenguaje. En los versos populares, en las payadas
camperas, en los dichos y refranes, habita “lo otro” lo que podría quedar al
margen. Lo marginal/ lo no familiar encarnado en la lengua se deja oir y gana
terreno cuando entra en su lúdica y se zafa de la pereza funcional del idioma.
Zambas y paisajes:
En los ojos de las llamas/ se
mira solita la luna del sal/y están los remolinos/en los arenales dele
bailar/Ramito de albahaca/niña Yolanda ¿dónde estará?
(Gustavo Leguizamón- Manuel J. Castilla. Zamba de Lozano)
Entre las sendas del monte/Trapito
de nube oscura/ Desflecándose en el aire/ Va la sombra de la viuda/ La dibuja
el refusilo/ le moja el pelo la lluvia.
(Gustavo Leguizamón- Miguel Ángel Pérez. Zamba de la viuda)
En su lomo de distancias/No
cabalgaba ni un pájaro/Era un fantasma ese viento/Un alma en pena penando.
(Roberto Yacomuzzi- Juan Falú. Confesiones del viento)
Cuando se abandona el pago /Y se
empieza la repechar/Tira el caballo adelante/y el alma tira pa´ tras.
(Atahualpa Yupanqui. La añera)
Albornoz pasa silbando/ una
milonga entrerriana/ bajo el ala del chambergo/ sus ojos ven la mañana.
(J.L. Borges- José Basso.
Milonga de Albornoz)
Ezequiel Martínez Estrada
“Hay en la Argentina un viento,
un huracán que corre hacia el Atlántico, que descuaja los árboles de la llanura
y derriba las casas de los agricultores. Lo que tiene raíz es arrancado de
cuajo; lo que está superpuesto y aplanado sobre el suelo, permanece. No hay
árboles corpulentos; el ombú es una enorme planta que da sombra maléfica, y
prosperan los arbustos achaparrados. El hombre debe tenderse de bruces para no
ser derribado…”
Febrero 1960, discurso en la cena de celebración del XVIII aniversario
de Cuadernos Americanos. México.
“Se diría que el viento es el
cuerpo sensible de la soledad…”
E. Martínez Estrada, Radiografía de la pampa. 1933 Editorial Losada,
2001
Pizzicando la mandola
José Hernández: Martín Fierro en
traducción de Folco Testena Pág 261. Ediciones Libra, 1970
Vanesa Guerra 24 de ocTubre 2013
dr. elephant
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