domingo, enero 31, 2021

Fleur Jaeggy


Fleur Jaeggy
Zurich, 1940


por 

por  MERCEDES MONMANY
MADRID Actualizado:02/03/2016 
El Pais

Brodsky, el gran poeta ruso emigrado a Estados Unidos, dijo en una ocasión sobre la escritora italo-suiza Fleur Jaeggy: «Duración de la lectura: aproximadamente una hora. Duración del recuerdo, y de la autora: el resto de la vida». Se refería a ese libro maravilloso -de los mejores, posiblemente, de las últimas décadas- que es «Los hermosos años del castigo» (Tusquets). Y no le faltaba razón: Jaeggy es un planeta autónomo, no se parece a ningún otro.

Profundamente turbadora, obstinada en sus temas, con personajes que alternan un cruel nihilismo y un falso candor infantil, un instinto de huida de la vida normal y de las reglas asfixiantes de lo cotidiano, así es Fleur Jaeggy, cuyo nombre es comparable a los de la brasileña Clarice Lispector y la alemana Ingeborg Bachmann, las autoras posiblemente con una obra más potente y original de la segunda mitad del pasado siglo.



Aire báltico


Nacida en Zúrich en 1940 y educada desde la infancia en tres lenguas -alemán, italiano y francés-, Jaeggy se instaló en Milán en 1968 al casarse con el editor Roberto Calasso, tras haber vivido en París y Roma. En Milán comenzó su peculiar y exigente carrera literaria, caracterizada por libros escuetos, de escasas páginas, muy distanciados en el tiempo, que serían recibidos en cada ocasión como todo un acontecimiento por grupos de seguidores internacionales cada vez más numerosos.

Tras varias obras iniciales («El dedo en la boca», 1968; «El ángel de la guarda», 1971, y «Las estatuas de agua», 1980), su gran y definitivo éxito llegó con «Los hermosos años del castigo», un auténtico libro de culto en su país. En él, con un estilo seco, lacerante y poético, rememoraba sus años de adolescencia en un internado suizo. Más tarde llegaron el impresionante volumen de relatos «El temor del cielo» y la novela «Proleterka». Traducida invariablemente en la editorial Tusquets, en 2013 aparecerían en Alpha Decay sus microbiografías, «Vidas conjeturales» (De Quincey, Keats, Schwob), y en 2015 la misma editorial rescató «Las estatuas de agua».

En los relatos, de nuevo espléndidos, reunidos en «El último de la estirpe», Joseph Brodsky es retratado por Fleur Jaeggy en una estupenda miniatura titulada «Negde». El poeta sale de su casa de Brooklyn, sin abrigo, añorando «una calidad de aire báltico», absorto, construyendo exilios y recordando el Nevá y sus inviernos en San Petersburgo: «Cualquier lugar es para él una ciudad mental llamada Negde, que en ruso significa ‘de ninguna parte’».

En el ensayo «Una proposición inmodesta» (incluido en el volumen «Del dolor y la razón»; Siruela), este gran poeta ruso-americano decía que cada generación transporta consigo «una parte del futuro de los que ya han muerto», con los que conforma «una reserva genética, una poesía que precede». En el caso de Jaeggy, a la que Susan Sontag calificó en su día de «brillante y salvaje», líricos, santos, místicos, visionarios, herméticos o escritores de universos autónomos e inimitables como Kafka o Robert Walser, están atados entre sí, como eslabones inseparables, dentro de su literatura.En los breves relatos de este volumen, regresamos a su conocido y singular mundo gélido, de terrores contenidos

En el libro ahora aparecido están presentes su admirado Brodsky y su amiga Ingeborg Bachmann, pero también Oliver Sacks, con el que comparte una cena en un restaurante del Bronx, junto a peces dentro de un acuario, señalados por los clientes para ser servidos y comidos instantes después. Del mismo modo, con apenas un susurro, pasan por sus páginas el dominico Maestro Eckhart, la mística franciscana del siglo XIII Ángela Foligno o la monja poeta Sor Juan Inés de la Cruz.

La religión, los ángeles, las visitas al Papa en el Vaticano, los niños predicadores explotados por viejos avariciosos, los severos e inflexibles pastores de almas, las pequeñas iglesias rurales de madera nunca son, en los relatos de Jaeggy, refugios seguros y tranquilizadores; su paz es sin cesar ambigua, los temores ante un inesperado «don del Señor» penden siempre de oscuras maldiciones medievales.

En los breves relatos que componen este volumen, en ocasiones de apenas dos páginas -a excepción de dos más largos, el espléndido «Soy el hermano de XX», de una calidad comparable al «Jakob von Gunten» de Robert Walser, y «El último de la estirpe»-, regresamos a su conocido y singular mundo gélido, de terrores contenidos e impronunciables, de «leves malestares en el aire», de quietudes «impuestas por la violencia». Asesinos casuales, cuyos «trabajos, matanzas e inhumaciones no son premeditados, sino puro instinto», se mezclan con hermanos que se espían y mortifican en morbosas rivalidades, con niños homicidas, con madres que respiran por fin tranquilas tras la muerte de su único hijo, con nazis que regresan tras su periplo por Sudamérica, con niñas de la calle adoptadas por bondadosas y ricas mujeres solteras que sólo esperan el momento de la venganza, o con criados «taciturnos y lunáticos» que nunca se sabe lo que piensan de sus señores, como sucedía en «Las criadas», de Genet.
Cero a la izquierda


Un instinto de locura y muerte, de maldad tenebrosa e inexplicable, de desesperación e «insensibilidad hacia el dolor de los otros», de infelicidad y anhelo por desaparecer y convertirse tan sólo en «un magnífico cero a la izquierda», sin la obligación de triunfar y hacer cosas importantes en la vida, lo impregna todo de nuevo, insistentemente, como sucedía con otros libros de Jaeggy. Los magníficos relatos de «El último de la estirpe» muestran un mundo fieramente polarizado: señores y siervos, dominados y dominantes, hermanos y hermanas, madres e hijos. En él, las víctimas y a la vez verdugos, en muchas ocasiones, son adolescentes en la etapa de formación. O, si no, «pequeños seres delicados, frágiles y tercos», sin una idea clara del bien y del mal, pero con una capacidad de ofensa e instinto de supervivencia a veces mucho más brutales y devastadores que los de los adultos.###


Me gustan los autores místicos

poe


28 noviembre, 2014


No es sencillo llegar hasta Fleur Jaeggy, una de las escritoras de culto más importantes de Europa, autora entre otras novelas de la célebre y concentrada Los hermosos años del castigo, El ángel de la guarda o Proleterka, mejor novela del año en 2009 para el Times Literary Supplement. En Italia, su país de adopción, no da jamás entrevistas y sólo de cuando en cuando se anima con algún medio extranjero. Tampoco resolver la entrevista es sencillo: previo paso por intermediarios y agentes, es necesario enviar las preguntas por escrito para que ella dé su aprobación. Y sin embargo, lo que en otro autor podría parecer un signo de divismo, se entiende de inmediato como la manifestación de una timidez extrema. Por fin su agente me comunica que Jaeggy me llamará por teléfono a las doce, nada de mails, nada de grabadoras.


La espera comienza a tener ya un tinte misterioso, hasta que suena por fin el teléfono y una voz elegante, con un ligero acento alemán anuncia en lengua italiana que es Fleur Jaeggy (Suiza,1940). Se oye a ratos el crujido del parqué de madera, como si estuviese cruzando un distinguido cuarto de estar milanés. Acaba de editarse por primera vez en España El dedo en la boca (Alpha Decay), una de sus primeras novelas (1968) misteriosamente inédita hasta la fecha en castellano. Un libro que, al igual que esa voz, parece haber realizado un particular viaje en el tiempo. Hago un último intento:




Pregunta: ¿No le importaría que la llamara yo desde skype para poder grabar la conversación?
Respuesta: Preferiría que no, me gusta más conversar.

P.- Escribo lento y con dificultad -me disculpo.
R.- Pero si me graba acabaré sintiéndome incómoda, siempre me siento incómoda cuando me graban la voz.

Le pregunto directamente por El dedo en la boca, una inquietante novela iniciática y envuelta en una música cruel que fue publicada cuando la autora tenía tan sólo veintiocho años.

R.- Lo siento como un libro tan lejano... apenas lo he abierto desde que lo escribí, es más, no sé ni siquiera si tengo una copia en casa. Nunca leo mis libros después de escribirlos, me parece que se alejan de mí cuando los he publicado. Le puedo hablar de gatos. ¿Usted tiene gatos?
P.- Sí, uno. Lo encontré en la calle, en Huelva.
R.- El mío se llama Tsanga y se parece mucho a su país, su madre era una gata griega muy inteligente.

La conversación ha tomado desde el principio un rumbo tan imprevisto que también yo me animo a saltarme el guión.

P.- Siempre he tenido la sensación de que sus libros suceden en algo parecido a la superficie, un lugar en el que “lo interno” ha subido hasta la superficie de la piel y se ha puesto de manifiesto. ¿Le parece a usted extraño lo que le digo?
R.- No me desagrada esa idea.

P.- Me alegra que le agrade.
R.-Yo no he dicho que me agrade, (ríe) he dicho que no me desagrada.

P.- Esto se está empezando a parecer a un diálogo de una novela de Fleur Jaeggy.
R.- (Ríe) Sí, puede ser.

P.- ¿Se describiría a sí misma como una narradora fría?
R.-No tengo la sensación de ser una narradora fría. Me lo han dicho alguna vez pero no tengo esa sensación. Cuanto más pasa el tiempo menos cosas sé, al menos sobre mí misma. Escribo libros y luego sé que hay que hacer entrevistas pero no sé qué responder cuando me preguntan. Lo digo para que no se moleste. Seguramente le estaré pareciendo un poco decepcionante.

P.- En absoluto.

Cae entre los dos un silencio literario y extraño que, curiosamente, nos hace sentirnos mejor.

P.- También he pensado muchas veces que es usted como una especie de versión en negativo de cierta narrativa centroeuropea, como si sus novelas fueran el esqueleto de una novela de Bernhard, por ejemplo.
R.- No sabría decir, la verdad. Coincidí con Bernhard un par de ocasiones, en Roma, siempre con Ingeborg (Bachmann), le había invitado el instituto de Austria, creo, y me pareció una persona muy ingeniosa.

P.- Ingeborg Bachmann era muy amiga suya, ¿no?
R.- Sí, me falta mucho.

P.- Dijo usted en una entrevista una frase sobre ella que me pareció extraordinaria: "me dio buenos consejos fingiendo que no me los daba".
R.- Así es, fue exactamente así.

P.- Me recuerda a lo que decía Jerome Loving de Whitman: "tenía el talento de hacer hablar a las personas de lo que más sabían", como si se tratara de la descripción de una delicada bondad.
R.- Eso es muy bonito. Mucho. Recuerdo que con Ingeborg pasamos juntas un verano en el mar, he escrito sobre eso en algún sitio pero ya no recuerdo dónde. Cuando llegamos a la casa y abrimos el grifo resultó que el agua era salada, el agua del grifo, no se podía beber. Teníamos que ir al pozo a por agua para beber. Recuerdo esa imagen con mucha claridad y también que no salíamos casi nunca de la casa, siempre estábamos charlando y riendo. Creo recordar que vino a vernos Italo Calvino.

P.- Es usted traductora. Hace poco se ha publicado también en España Vidas conjeturales (Alpha Decay) en donde escribe un breve ensayo literario sobre Thomas de Quincey. ¿Sabe que usted y yo hemos traducido el mismo texto de ese autor, aquel en el que habla de su hermano William? (Thomas de Quincey, Bosquejos de infancia y adolescencia. Sexto Piso)
R.- Ah, es un texto fantástico, muy difícil de traducir. Hay un fragmento que me encanta, cuando William, el hermano de Thomas de Quincey que en ese momento es sólo un niño, intenta idear mecanismos para caminar por el techo como una araña. No sé qué me sucede con las arañas pero no quiero que nadie las mate. Me vienen a buscar, creo que han entendido que pueden estar cerca de mí porque yo no las mato. Había un par de telarañas en la escalera de mi casa y alguien las ha limpiado, seguro que ha matado las arañas. ¿A usted le gustan las arañas?

P.- No especialmente, pero mi relación con ellas ha cambiado un poco desde que he visto el tamaño que pueden llegar a tener. Mi mujer es argentina y en su ciudad, junto al Paraná, en medio de la selva le aseguro que las arañas son otra cosa.
R.- ¿Argentina? Mi madre nació en Buenos Aires, aún conservo su pasaporte argentino. Pero usted no las mata, ¿no? A las arañas... No me gusta que la gente mate a las arañas.

P.- No. ¿Recuerda, por cierto, aquella película de Bergman en que hablaban de Dios como una araña? (Tras el espejo).
R.- No, he visto esa película, pero no lo recuerdo. ¿Una araña masculina o femenina?

P.- No lo sé, la verdad.
R.- No es lo mismo que la araña sea masculina o femenina.

P.- ¿Qué tipo de música le gusta escuchar?
R.- Música clásica, me gusta mucho Mahler, las grabaciones de Elisabeth Schwarzkopf, y también Richter, el pianista.

P.- ¿Y un instrumento?
R.- (Al instante, con energía) ¡El pianoforte!

P.- ¿Y toca?
R.- Tengo un viejo Steinway, toco muy poco. De joven recibí clases y de vez en cuando me siento a tocar, siempre cosas fáciles como los preludios de Bach. Me gusta mucho tocar escalas, para mí son como una especie de meditación.

P.-¿Y cantar?
R.-No, cantar, no.

P.- Pues no tiene mala voz.
R.- Para hablar, no para cantar.

P.- Siento una tremenda curiosidad por saber cómo escribe, ¿qué sistema utiliza para llegar a unos textos tan concentrados, tan herméticos?
R.- Empiezo a escribir suprimiendo en mi cabeza el texto desde el primer minuto. Comienzo ya quitando cosas. En la primera versión del texto ya he eliminado muchas cosas que ni siquiera he llegado a escribir. Las he tachado en mi cabeza. Escribo siempre a máquina, me gusta el sonido, tengo una vieja máquina color verde pantano y también una Remington negra. Uso mucho papel y cuando algo no me gusta saco el folio, hago una hermosa pelota y la tiro. Si algo no me gusta, aunque sólo sea una cosa pequeña, reescribo toda la página completa. ¿Usted escribe a ordenador?

P.- Yo sí.
R.- Claro, a usted no le pasan estas cosas.

P.- ¿Qué lectura tiene en este instante sobre la mesa?
R.- Padre e hijo, de Edmund Gosse, me ha gustado mucho. A quien leo constantemente es al maestro Eckhart, el místico. Lo leo desde hace años y me sigue siempre a todas partes. Es uno de esos libros que siempre me viene a buscar.

P.- Yo intenté leer a Eckhart y he de reconocer que no entendí una palabra.
R.- No es necesario entender. Pruebe a leerlo con los ojos cerrados.

P.- ¿Qué libro podría leer usted con los ojos cerrados?
R.- A Eckhart lo leo con los ojos cerrados. Yo me sé muchos libros de memoria y aún así me siguen interesando, me sigue interesando mirar ciertas cosas aunque las conozca bien.

Mientras tanto se ha levantado, cruje el suelo, de nuevo y hay un breve silencio distraído tras el que confiesa estar buscando esos libros en la biblioteca ("me gusta tener delante los libros cuando hablo de ellos") y mientras tanto va recitando los nombres de autores que lee en las estanterías De Quincey, Walser...

R.- Me gustan mucho los autores místicos, no sólo a Eckhart, también Angela da Foligno y Swedenborg y Blake... Gorey, me encanta. Gorey, el ilustrador.
P.- ¿Qué tal un ejemplar del maestro Eckhart ilustrado por Gorey?
R.- Ah (ríe) eso sería magnífico.

Fleur Jaeggy sigue recitando hasta que acaba nuestra charla algunos de los títulos de su estantería con un tono de voz cada vez más dulce y relajado, como si lo hiciera desde un tiempo distinto al de El dedo en la boca, un tono neutro, parecido al de sus personajes. ¿Lee con el dedo en la boca y acariciándose la nariz, como su inquietante protagonista Lung o tal vez lo hace, como asegura que hay que leer a Eckhart, con los ojos cerrados? La respuesta, como en cualquier texto de Fleur Jaeggy, puede que haya sido tachada en la cabeza, antes de llegar a la página.










dr. elephant

viernes, enero 29, 2021


Ay! Una historia de la queja > AVITAL RONELL

La profesora Ronell interrogará la queja como enunciado presente y visible en la discusión pública pero despreciado por los discursos políticos y las indagaciones filosóficas. Recurriendo a preguntas y posiciones exploradas en la literatura, buscará dar cuenta de este tipo de intervención en el contexto de creciente malestar cívico que aqueja y revitaliza a las democracias occidentales.

Disertante: Dra. Avital Ronell (New York University)

UNTREF Marzo 2017







Ay! Una historia de la queja

 Ay! Finjiré hasta que lo logre, día a día, finjo lograrlo. Mientras tanto, tipeo y presento demandas, reseteo el grito quejumbroso, el Klage, y agudizo la posición acusatoria, la Anklage, día a día, incapaz de desistir de mi propio círculo de reclamos firmemente circunscripto, el continuo zumbido de riñas y quejas que recibo y distribuyo. De vez en cuando capto el murmullo quejoso de las sanguijuelas filosóficas, y contemplo en una suerte de apagón catónico cómo mi sistema de sonido produce ruido, el eco disonante del lamento. Ay! Le doy vueltas a la misma pregunta en mi cabeza, expando el enfoque, después restrinjo su alcance, para volverlo a abrir. Ida y vuelta, todo el día, y durante los ataques de insomnio: ¿debería quejarme de esto o de quello, del modo en que este me trata? ¿Me escuchará? ¿Debería responder a las quejas que me han llegado? ¿Qué significa alojar una queja, algo que está filosóficamente devaluado pero que sin embargo es parte del repertorio de firuletes críticos? En algunos ambientes, los objetos se quejan, tal como señaló Benjamin. Los animales lloriquean y marcan zonas de protesta cuando no están exultantes o dormidos. Incluso el sueño en el así llamado animal humano puede indicar una pose quejumbrosa. “No pienso levantarme”. Ay! Ok. Déjenme rebobinar, recobrar la compostura. Tal vez ya estoy saliendo, lista para retumbar, despegándome de una pose unifórmemente congelada, mi clase de petrificación medusoide. Entro y salgo de estados alternantes de inercia y movilidad frenética, trabada y cargada. En fin. Soy un desastre. O, mejor, soy un reflector de desastres, transmitiendo en un desierto de desesperación. Les diré cuál es la queja número 1: las elecciones en los Estados Unidos nos dejaron en un estado de sorpresa existencial. El modo en que perdimos – pero, ¿contra quién?, ¿contra qué? El alcance de la pérdida que debemos soportar – enorme, perturbadora, indicadora de daño corporal – nos coloca en una casilla catatónica de la que no podemos predecir su vida útil y sus articulaciones furtivas, sus atropellos somáticos, sus patrones de sueño perturbados, su confianza perdida, sus arranques de ira, sus rasguños inconcientes, sus rupturas decisivas y su recelo social. Bajo tales circunstancias, no está claro cómo podemos mantener el motor de la protesta en marcha, cómo hacerlo viable y sostenible, algo en lo que “podemos creer”. La elección de un equipo recargado de patologías masculinistas nos sacudió como una protesta en sí misma; en términos de evaluación nietzscheana, como el costado malo y decadente de la noción misma de protesta. Trump es el signo de una protesta que salió mal, muy mal, tremendamente mal. Muchachos, está todo mal, muy mal. La campaña llevó la máscara de una imposición afirmadora de la vida, espolvoreada con goce destructivo, mientras persistía en intensidades propias del primer chakra que estimulan apropiaciones familiares, tribales, nacionalistas, fuertes pero de vuelo bajo, muy muy bajo. Cuando ellos volaron bajo, nosotros quedamos noqueados. En cuanto a mí, espero instrucciones de la comunidad de guerreros y agitadores, esos activistas super articulados que están en la calle, para ver cómo movilizarme contra lo imposible. Solía escuchar música para darme ánimo; escuchar a Common, a Cranfield y Slade, a Beethoven, y a tantos otros levantadores de puño de los archivos del lamento musical. Pero en esta ocasión no puedo. Un período de duelo me ha mantenido alejada de la música, de modo que mi cabeza se llena en cambio de bombas de estática. Eso mismo me impide devolver los golpes en este estancamiento ahogado de desilusión. Estoy de luto anticipado por los próximos años, trato de estimular, busco las explosiones de energía y los depósitos de lenguaje público que me permiten fusionarme con otros ciudadanos fueriosos. Pero como una esquizo salida de las páginas de Deleuze, me la paso corriendo, la mayor parte del tiempo, al ritmo de una movilidad inerte. Imagino que está bien para una rastreadora de huellas minorizadas, quiero decir, para una escritora, una “mujer”, una llorona post-humana sin credencial de identidad, etc. Ok, soy un desastre, pero puedo al menos darles una sombra, una apariencia de documentos de identidad, y estoy muy feliz de estar acá, invitada por amigos. Ok, voy a tratar de mantenerme lejos del registro de afectos personales que pueden hacerme parecer débil. Me voy a hacer mujer, y les diré algo sobre mi trabajo, sobre lo que me enseñó, sobre cómo funciono y de qué modo estoy programada, aunque por momentos la función “yo” puede resultar desregulada. Aquí vamos. Ejem. Como Sintomatóloga en Jefe y Directora de la Oficina de Quejas Existenciales, aprendí del modo más difícil que estamos atrapados en una grilla de reclamos cuya parte más noble está perdiendo fuerza. Ay, soy un desastre de contradicciones. ¡Cómo desprecio a los que no paran de lloriquear y quejarse! ¡Cómo desdeño a aquellos que, no perturbados por ningún tipo de injusticia, no encuentran nada de lo que quejarse y son todo sonrisas, están grotescamente satisfechos, bloqueando los caminos a la protesta y a la indignación honrada! Soy un desastre. No soy culpable de esta situación confusa, porque soy apenas un reflector, hecho para absorber los hábitos destructivos de mis contemporáneos y de los infractores sociales cercanos. Encargada de alinear las distintas mutaciones del dolor cívico, me encuentro redireccionando agresiones libidinales desproporcionadas que atacan nuestras zonas de encuentro compartidas. Esta noche trataré de determinar si el registro de quejas con el que se nos mide constituye un virus o un rasgo esencial de las condiciones de nuestro ser-con-los-otros, nuestro Mitsein. En general, no pareciera que el topos de la queja pudiera pertenecer a los instauradores históricos ni que pudiera ser situado en las ligas más importantes del devenir. Sin embargo, cualquier motivo de indignación termina en mi escritorio, y la preocupación sobre el deceso de ciertas formas de protesta domina mis archivos. La capacidad de la protesta de sostener y defender a los incapacitados todavía agita mi imaginación, y sostiene el deseo, acaso irrealizable, de aproximarme a aquellos que permanecen en una debilidad desolada. La vigilancia agitada –preocupación, preocupación, preocupación – me mantiene despierta. Entiendo que el descontento del que se queja ranquea como el operador de lenguaje más descartable de todos, apareciendo como aquello que no debe tomarse en serio. Es por eso que me han encasillado, de modo que pueda recaer, registrar pasos en falso y chequear preocupaciones infraestructurales mientras investigo una enunciación despreciada que sin embargo está en el tope de los rankings del uso histórico del lenguaje. Aun aquellos que se fastidian contra la queja la toleran. Pueden decir “No te quejes, no expliques”, pero la supresión de l queja también reconoce su peso inmovilizante. Aunque está bien abajo en el totem de las posiciones articuladas y las poses postulantes, la queja persigue a esta época de justicia desesperada. Cargada libidinalmente, adictiva, y sin embargo imposible de ser investida, la queja parece ordenar un amplio espectro de acciones principalmente atascadas. Al mismo tiempo, hay un núcleo de vitalidad en la queja, alentando de vez en cuando despertares políticos y distintos tipos de cuidado, de disidencia articulada o de pelea por derechos. Es posible que en ciertos momentos el esfuerzo por entender la naturaleza de la queja parezca como un trabajo no calificado en los campos de la teoría lingüística y la lucha política. Sin embargo, atrapada en los vientos cruzados de la amenaza de desaparición y el intento recientemente visible de detener todo movimiento social, me pareció relevante regresar al punto de origen de un lenguaje que esloganea, aboga, acusa, exige y se desespera, desafiando sin una dirección segura o la esperanza de encontrar una réplica . Por otro lado, soy partidaria de los tropos no canonizados de quejarse y putear, una provisión de lenguaje de la que me temo no he producido lo suficiente, aun cuando, en tanto agitadora nata, tiendo a inclinarme hacia las zonas minadas y las rutas de acceso difíciles a los objetos o temas del pensamiento marginalizados. Pocos querrían reclamar para sí el reino degradado de los desechos del lenguaje y ocuparse junto conmigo y mi pandilla de chicas alpha del polvo sucio y bajo de los usos del lenguaje, la alcantarilla del Gerede o chisme. HAMLET ACOSADO. La filosofía tiene un interés en las estructuras de la queja, y la literatura se mantiene encolerizada, alimentada por dos motivadores alternos: la ira y la restricción. La queja ha plagado todo tipo de campos discursivos y sectores referenciales del encuentro vital, vaciando, o, en algunos casos, contemplando el modo en que las cosas caen en su lugar y se alinean, para facilitar o bloquear senderos existenciales y escapadas psíquicas. Ocupémonos de la dislocación ilustrada por Hamlet cuando pone en marcha su máquina quejante. Hamlet, atascado y confundido por el sistema de transmisión espectral, célebremente hace una pausa lamentar su relación ajustada con el tiempo; dirigiendo su queja al rencor, deplora el modo en que el tiempo, dislocado, le ordena que ponga la casa en orden. Su aprieto lo encuentra enfrentando la cuestión de los derechos y la búsqueda de justicia dentro de la jurisdicción del sujeto quejante. ¿De qué modo va a tratar los reclamos de su padre? ¿En qué medida todo reclamo despierta un origen fantasmal y un puesto de mando que te incita a la acción? El carácter dislocado del tiempo presenta una espada que corta en ambos sentidos: funciona como un pedido de justicia y como el anuncio de la venida mal, señalando a un malhechor o un dossier expectante de injusticias negadas. Estas dos posibilidades – la justicia, el arribo del mal – permanecen indisociables; exhiben los dos lados, cada uno esconde al otro, del mismo peligro y la misma urgencia, “de una misma desarticulación debida a la violencia de toda ley en su irrupción auto-fundante” (Jerome Lebre), partiendo su origen por medio de una alteridad general. En Espectros de Marx, Derrida se levanta la visera y se pregunta “cómo distinguir entre dos desajustes, entre la dislocación de la injusticia y aquella que abre la disimetría infinita de la relación con el otro, es decir, el espacio de la justicia?”. Al enganchar la llegada del mal con la demanda de justicia, la queja multiplica el desorden de la injusticia amarrado al hecho mismo del ser – que nuestros días son prestados; que el lenguaje patalea arbitratiamente, le falla seriamente a la intención, apaga el significado, terceriza los sentimientos a campos remotos y aproximados del decir, criticando indirectamente los objetivos del lamento, haciendo un ajuste en el ministerio de los elogios. Hamlet, apegado al lenguaje, balanceado por su desmesurada caída en la locura de decir y recitar y reciclar el horror fantasmal, derrumbado por la muerte de Ofelia, dirige su queja a la esencia del hombre, al modo en que anthropos funciona, trabaja y se disloca: “Qué lindo trabajito el hombre!” El enigma del hombre, sea solucionado o no, sujetado por un impulso destructivo, continuamente re-ajustado por consideraciones de fuerzas tácticas bélicas, adherencias teóricas y el abrazo de la razón, le da su foco a la queja. ¿Qué es el hombre? ¿Cómo funciona esta cosa humana demasiado inhumana? A menudo acoplado al trabajo del duelo, el funcionamiento del hombre, como el trabajo del duelo, de acuerdo con Derrida, no funciona. En nuestros días seguimos diciendo, cuando menospreciamos a alguien, “Qué lindo trabajito”, indicando un problema y una historia codificada de conductas difíciles cuando intentamos dar cuenta de la dislocación humana o infrahumana, o cuando intentamos rebajar las escrituras de la feminidad. La queja de la soberanía despreciada. Señalado como pasaje a la modernidad, Hamlet ha sido considerado el primer hombre absolutamente moderno. El espectro de su ansiedad de alta gama revela profundidades y un indicio de interioridad que sus predecesores no podían conocer. Sin embargo, la metáfora de la profundidad manda al lenguaje trágico de vacaciones, sin que importe cuán sustancial y retóricamente elaborada sea cada expresión de duda, incontrolabilidad e indignación. Hamlet tambalea y se atasca en la forma degradada de lenguaje con la que carga en tanto eterno hijo perdedor. Las múltiples ocasiones en que deja que los centinelas o su gran amigo Horacio se le adelanten o caminen con él, escenifican un nivel de crisis de jerarquías inaudito, que da paso a un ataque deslumbrante, aunque silencioso, de los protocolos reales de escritura y sintaxis gestual convenidos. Cuando todo queda relegado a las habilidades de Horación para los apuntes, aprendemos que el mejor amigo bien puede no ser el mejor de los memorialistas, bien puede no ser el mejor hombre para el trabajo. Hamlet le encomienda la tarea de testimoniar a un escritor mediocre. ¿Cómo implica al hombre la adhesión trágica a la queja? ¿Qué nos dice esa adhesión sobre los atascamientos y las tendencias neutralizantes propia de los actos (o las pasividades) de la queja? ¿Cómo pugna la queja por su legitimidad en la competencia retórica por el poder? ¿O acaso las estocadas de la queja son apenas el compañero necesario de la impotencia, y sólo son capaces de mostrar las embestidas referenciales contra la autoridad referencial y lo que significa darse la cara contra otros espadeos linguisticos? La queja riñe constantemente con sus insudiciencias declaradas, con los límites con los que se topa en términos de alcance e intención. Presentando sólo el espectáculo de una puja por su propia autoridad, la queja incorpora su pantomima agitada mientras intenta aferrarse a su receptor recalcitrante. La situación es precaria en Hamlet, porque la queja que dispara la pantomima toca una cuerda sensible; alcanza para “tomar por sorpresa la conciencia del Rey”, haciendo que el Tío Claudio se tambalee y se arrodille como ante ninguna otra forma de ataque lingüístico. Si es posible asignarle un género a este ataque lingüístico – una tentación discutible pero ineludible de la comprensión y el debate-, en el sentido de que no aprueba el test de la hombría al proferir reclamos y ejecutar todo tipo de giros, el ataque quejoso es no sólo el primo pobre de todo lenguaje, nacido del lado incorrecto de las vías referenciales, sino que además dice algo sobre aprieto de aquellos seres que recurren al lenguaje y pierden terreno, la pelean una y otra vez con resultados insignificantes y amplificadores bajos de energía. Hamlet pone en marcha el drama de la soberanía despreciada, porque el trono de Dinamarca ha sido tomado ilegítimamente, por obra de una usurpación íntima. El hecho de que la toma del poder se extienda inextricablemente a Gertrudis ajusta el nudo de la asunción y el deseo soberanos. Destronado, el fantasma sólo puede inquietar a su hijo, que a su vez sólo puede sacudir sus cadenas, atrapado en una cadena significante que permite poca latitud. Desorientado y congelado, Hamlet construye el edificio precario de sus quejas. Por momentos se libera de su encierro particular, cuando arremete contra Polonio y organiza la ejecución de sus amigos como parte de una demostración de ira que fracasa, yéndose por una tangente secundaria. La queja como principal atributo – el grado cero del espadeo lingüísticoofrenda un sentido del hombre en relación con el declive de la soberanía. ¡Ningún soberano, nadie en posición de dominio subjetivo, sería agarrado quejándose! O, yendo al punto fantasmal, el soberano tiene que estar muerto para poder quejarse. Llorón supremo, el fantasma de Hamlet hace dudar de la veracidad de sus reclamos, inspira a su interlocutor a detenerse, a suspender toda acción, cuando no la fe. Los dos Hamlet tensan los términos de su suspensión, en el aire y como herederos. Toda posibilidad de acción dramáticamente concebida queda en suspenso. No puede dar con un equipo de socorristas que sea incitado a la venganza por medio de un grito de guerra legible y convincente. Lo que se transmite no es tanto una orden, un acto de habla perlocutivo, sino la posición de suspenso, ocupada por el habla fantasmal, del llorón supremo: el tropo paternal muerto. Se supone que los padres no se quejan; las madre, bueno, ésa es otra historia, que en este momento está siendo investigada, porque las madres pueden hacerlo: generalmente no pesa sobre sus juegos linguísticos la amenaza de castración, y realmente nadie se preocupa por sus rezongos, por la puesta en marcha de un canoneo de irritación inconsecuente. A veces, sin embargo, son empujadas a extremos homicidas para presentar una queja, para hacer que prenda a la vista de una entera comunidad de espectadores horrorizados, los testigos “inocentes”, que han dejado que las cosas lleguen a este punto. El estatuto de la paternidad tiene todo que ver con el modo en que la feminidad ha sido desplazada o escondida, vuelta irrepresentable. El asalto al poder siempre tiene marcas de género, y siempre está acechando en el fondo o deshaciéndose de acuerdo con protocolos furtivos de relacionalidad y uso del lenguaje. En Ricardo II de Shakespeare hay mucho supeditado a la diferencia entre un suspiro y el gruñido, la atenuación masculinista del lenguaje. En la perspectiva de Friedrich Kittler, la literatura alemana comienza con un suspiro (un Seufzer) en el Fausto de Goethe, con el lanzamiento de un “Ay!”. En Hamlet, el Padre real le grita a su hijo “Remember me”, es decir, que le traiga de vuelta su miembro, que recuerde y fortalezca su posición de poder dominante. Sin embargo ambas figuras, la del padre y la del hijo, se contagian la falta de miembros, y así también Hamlet sufre una colisión libidinal, y debe renunciar a su chica. El deterioro soberano podría formularse en términos de los golpes que su lenguaje ha recibido, descendiendo a un nivel de uso que esmerila el prestigio del gobierno y la eficacia. Su lenguaje cambia de terreno o pierde terreno, pierde su borde performativo y el golpe de resolución soberana del que gozó antes de que el drama se iniciara, queda envuelto en la bruma lingüística que se cierne sobre Elsinore, y los deja en el aprieto de intercambiar quejas, un modo de permanecer en escena y de perder todo punto de apoyo. Para cuando aparece en las murallas, el espíritu paternal tiene un déficit de autoridad, y su credibilidad es muy baja. Hamlet, hijo y receptor de emociones fantasmales, casi no puede actuar. Está atascado en la rutina de la queja, y esparce los ecos gritones de sus pausas reflexivas, en una palabrería vociferante, despotricante, chillona, delirante, acechadora de fantasmas, tumultuosa y desplomadora de todo poder. ¿No es este el destino del sujeto de la modernidad, caer en las grietas de un discurso que no puede sostenerse y que sólo obstaculiza y congela todos los mitos de arranque que llevan a la acción? Es practicamente a causa de la experiencia de la degradaación del discurso que estallan guerras en todos lados para demostrar que se está en lo cierto, de modo totalmente arbitrario, como dice y brama Fortinbras, aunque fatalmente y con un objetivo horrible. Mientras tanto el hombre acecha. Reflexionando sobre una colaboración fantasmal, el hombre acecha sin rumbo, atravesando campos de fantasmas en los que se ven parloteos, alcanzando a duras penas las velocidades y la profundidad del lamento, la habilidad de rastrear la pérdida hasta su arco de retirada periférico. Amplio en su esfuerzo de explorar la dislocación de las cosas y el mundo, la espuma del sinsentido, Hamlet mantiene un canal que emite parloteo, confusión y verso; es decir, el descenso del lenguaje al patrón alocado convencionalmente asociado con el tartamudeo femenino silenciado, cuya voz cantante, en los días de descanso de Hamlet, es Ofelia. Repetición automática: “El tiempo está dislocado”. El tiempo no sólo esta fuera de sus goznes – si nos mantenemos dentro del campo metafórico aproximado que se nos concede- sino también dislocado. Qué signifca esta “dislocación” en lo que concierne al tiempo amerita mayor consideración, porque el complejo que conecta el “aire” con el “heredero” depende también de dónde pueda instalarse el localizador en el estar fuera de sí del tiempo, que emparenta el carácter sucesivo del tiempo que garantizan los goznes con los derechos de sucesión, que Claudio viola y abusa. Pero el desajuste del tiempo indica también un estar afuera en el que todos los aspectos no dominables del tiempo están apartados y son extra-temporales, si no extra-terrestres. Para Derrida, la relación con lo que no está allí nos invita a prestar atención al otro fantasmal y no-presente, a ocuparnos de los que no tienen voz, y que en ciertos sentidos están silenciados e inhibidos, estructuralmente extra- o sub-humanos. Sea que hayan sido relegados a un pasado o a la extensión de un futuro desconocido, su grito atenuado exige una reacción ética. Defendemos a aquellos cuya presencia está comprometida. Este tipo de defensa, transmitida desde el más allá (o desde el pasado, o desde las juridicciones de los futuros que se avecinan) bien puede extenderse de un modo u otro, a todes y a nadie, o a todes los no cuerpos, porque una aparición fantasmal reclama un cuerpo sin una base material… Pero qué voy a saber yo; soy simplemente una académica que rastrea la dimensión de lo no conocible, en los bordes de la evidencia falseable. El padre de Hamlet, una semi-ficción, alineado con la ficción de la paternidad, está cubierto por una armadura, presentando apenas la vaga insinuación de un cuerpo. Forzando una comunicación con aquello que elude la presencia, la aparición fantasmal, que no vive su vida en el presente, sino que transita su sobrevida, retorna a Elsinore en nombre de la justicia. Para Derrida, la escena, que pone en cuestión todas las “escenas”, todas las modalidades de ver o las observaciones posibles, invoca “el principio de cierta responsabilidad, que va más allá del presente vivido, dentro de aquello que disloca el presente vivido, frente a los fantasmas de aquellos que todavía no han nacido o que ya están muertos, sean víctimas de guerras, de la violencia política o de otro tipo, de exterminios nacionalistas, racistas, colonialistas, sexistas o de otro tipo, víctimas de la opresión del imperialismo capitalista o de todas las formas de totalitarismo… sin esta no contemporaneidad consigo mismo del presente vivido, sin aquello que secretamente lo disloca, sin esta responsabilidad y este respeto por la justicia en lo concerniente a quienes no están allí, aquellos que ya no están o que todavía no están presentes y vivos” (Espectros de Marx). El desajuste que Derrida analiza en la línea de las quejas de Hamlet – tajos de intempestividad representados y expuestos por el interlocutor fantasmal – dice que la justicia todavía está pendiente en el sentido de que aún se la espera y no ha sido cumplida. Todo pedido de justicia se nos acerca con los sistemas de entrega del fantasma, latentes pero persistentes, parte de una lógica patrimonial que nos sacude y nos despierta, usualmente a media noche, cuando el tiempo diurno es desocupado y la no contemporaneidad de lo que es nos envía una citación. Derrida habla del efectovisor del espectro que cita a Hamlet, del modo en que el fantasma ve sin ser visto en términos del rostro que oculta, y, podemos añadir, en sintonía con el sistema de emisión superyoico y drástico que este ardid implica. La pregunta que nos deja en suspenso es una pregunta que se cierne sobre nuestros cuerpos políticos, sus inscripciones y orientaciones, y que todavía nos desconcierta; y que es tan irrastreable como el origen de un imperativo categórico: ¿de quién (o de qué) tomamos órdenes, sea que se trate de la órden de marchar o de un sentido del órden en el mundo; bajo el influjo de qué o quién nos sentimos presionados, nos volvemos responsables, y pasamos a estar motivados o inmovilizados, deprogramados, listos para la acción, ideológicamente retroajustados, y así siguiendo? En otras palabras, ¿qué tránmisores de la queja adquieren legitimidad en el elenco de las llamadas que aceptamos, inundando la atmósfera sónica con alarmas decididas que nos atacan desde otro lado? Aun nuestros gritos y deliberaciones políticos más mundanos, nuestra tentación continuamente alimentada por el pensamiento de la acción, implican crucialmente una espectropolítica. Consúltenlo con Marx o con cualquier sistema transmisor revolucionario que distribuya análisis políticos sagaces y escuche lo no dicho, a menudo acompañados de una estática tremenda. Las quejas dirigidas a Claudio llegan a un punto muerto sólo en parte a causa de una relación neurótica con el tiempo (pero, ¿quién no tiene una relación neurótica con el tiempo, una sensación histérica de aceleración o melancólica de desaceleración, y así siguiendo, o, precisamente, no siguiendo? Bueno, tal vez Heidegger no tenga una relación claramente histérica con el tiempo, pero, ¿quién escribe dos o más volúmenes sobre el tiempo, tacha uno de ellos, lo vuelve a empezar de otro modo, retorna a premisas perdidas y las despacha de nuevo todo para leer mal de manera catastrófica su tiempo histórico, desdeñando todo tipo de avisos temporales y regresiones arcaicas, atravesando de nuevo el tiempo y el ser, y así siguiendo? Habría que considerar rigurosamente los diagramas de flujo temporales discrepantes en Heidegger: ondas de concesión, tipos de preferencias, el ritmo de la donación poética, las negaciones e inestabilidades de y en el tiempo establecidas entre momentos, ofrecidas como huellas, a la vez que figuran las modalidades del tiempo dado como indeterminación (arche, lapso, momento, eschaton, duración, presente, suspensión, telos, instancias apresuradas, diacronía, el apuro de la temporalidad ec-stática, etc., etc.). La protesta contra el abuso de poder de Claudio no despega del todo. El ejercicio del poder está siempre acechado por su propensión al abuso, reproduciendo el tropo que hace del abuso de poder una marca de soberania por excelencia. Puede ser que el padre de Hamlet, extendiendo la queja sobre su situación a su hijo, cometa actos linguísticos abusivos en tanto soberano desposeido. En este campo, la queja nos mantiene atrapados en una mala racha irrecuperable. Estamos ahí afuera, vaciados, fantasmales, girando en el aire. Entre muchas preguntas y efectos linguísticos de acción retardada, Hamlet se pregunta qué significa enderezar las cosas, o presumir que uno fue convocado para hacerlo. Cómo uno se enfrenta a los reclamos que vienen de arriba depende de una serie de consideraciones estratégicas y movimientos incalculables en la dirección de la justicia reparativa. ¿Es la muerte del padre algo que puede repararse? ¿Se puede ir contra el goce materno? ¿Cómo contar los días de duelo regulado cuando el rey reinante te pide que te pongas las pilas y te reintegres a la conectividad y la viabilidad social? Limitaré mi intento de respuesta al tema que estamos tratando, entendiendo que el texto sigue tipeando una serie de ángulos pertinentes en su incapacidad de comprometerse al dictado de las formas convencionales de venganza, algunas más atractivas que otras, cuando se trata de entender el modo en que la justicia es racionada o totalmente asaltada y devuelta al remitente. Los dos demandantes, Hamlet y Hamlet, están impedidos de iniciar acciones siguiendo los protocolos codificados de la venganza. Tenemos una pista de esto cuando el Príncipe Hamlet saca una pluma en vez de una espada, corriéndose al campo de la escritura del borramiento y aplazamiento, bajo un dictado fantasmal, en el que toma nota del reclamo paterno, garabateando un cronograma para la reparación de los daños. El acelerado pulso de la ley, entendida en su relación con la venganza, se detiene por un momento de indecisión rigurosa y es deliberadamente suspendido. La queja es ingresada como un elemento de una máquina de escritura manipulada para interrumpir la demanda de inmediatez, la exigencia de equivalencia (sobre la cual, de acuerdo con Nietzshe, está basada la justicia) y cierre. Hamlet obtendrá su final, podría decirse, pero este sentido de la finalidad no coincide con un cierre. Esa estructura que se resiste al cierre es análoga al desorden de duelo que lo desgasta hasta el final suicida que es un exceso de cierre, y que deja a Horacio a cargo del reporte y a Fortinbras del comando de las nuevas tropas, llevando a cabo un ejercicio de orden público que abandona la reflexión eterna de la justicia del reloj de la venganza y se entrega a la generalidad del tiempo. Es la hora; un nuevo ejército de tropos controla la escena sin que llegue la justicia o el mal haya sido puesto en su lugar. La queja ha llegado a su fin sin un punto de llegada o una conclusión significativa. Es posible que el “sin” marque el momento fatal, una formulación del “fuera” que todavía depende de un resto de “con”, la dependencia que Derrida ha marcado como la privación del “sin”, que en inglés depende mucho del “con” (without/with), una indicación duradera del sercon tachada pero sin embargo precariamente mantenida. Estoy sin vos, atado a la memoria de un “sin” confiscado. Mientras agoniza, habiendo sido Claudio descartado, el medio segundo de soberanía de Claudio no tiene duración histórica y sin embargo constituye un acontecimiento. El temblor del ascenso al trono vacante lo lleva a tomar una decisión que no le era exigida ni estaba protegida por la ley: el tembloroso ascenso acoplado con el declive inminente le permite a Hamlet “elegir” ilegítimamente a Fortinbras como su sucesor legítimo. Es difícil cronometrar la muerte de Hamlet o concluir con un certificado de defunción, porque él anuncia su deceso siguiendo distintos relojes de finalidad diferida: Estoy muerto, Horacio. Me muero. Me estoy muriendo. Me muero. Debo… Así habla, desinflándose en staccato, siguiendo un sentido del tiempo tambaleante, un espasmo intemporal de expiración. El drama no deja claro de qué lado cae la queja, si del lado de la justicia o del mal. En la medida en que ha agotado su tiempo y sobrepasado los límites de la acción cronometrada, la queja como disposición y como detención desafiante, iniciada por Hamlet el Danés, parece estar en el mismo bando que el mal que critica: lo único que pudo hacer es prolongar el alcance de una fechoría perjudicial. Ay, ay! Un tiro más, un suspiro más. Por supuesto, están aquellos que no pueden quejarse. Subsisten gracias a la réplica de la desistencia mansa: “No me puedo quejar”. Un enunciado que es un hit, casi agradable, un básico del rechazo amigable que me gusta examinar con atención y que se lee como la traducción callejera de un poema de Celan: saben que no hay dirección en la era del volverse anónimo de Dios. ¿Quién va a atender tu llamada? Aquellos que viven en una miseria tenaz no pueden quejarse. Tampoco pueden hacerlo los soberanos, los que gobiernan en Shakespeare o en distintos puestos mundiales dispersos. A pesar de todo, al decir que “no pueden quejarse”, los abstemios, aquellos que decididamente resisten, plantean la cuestión de la queja, su necesidad y futilidad, insinuando un depósito de quejas listo para ser usado, pero no revelado: podría quejarme, pero renuncio a la tentación de hacerlo. De todos modos, en una sintaxis rilkeana del ser, ¿quién me escucharía? En cierto nivel de sensibilidad ética, me veo obligado a absternerme de revelar la queja

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Gracias Valeria Herrero por facilitar este material

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Avital Ronell (Praga, 15 de abril de 1952)
filósofa estadounidense que ha contribuido a los campos de la filosofía continental, los estudios literarios, el psicoanálisis, el feminismo filosófico, la filosofía política y la ética.
Profesora universitaria en Humanidades, pertenece a los Departamentos de Lenguas y Literaturas germánicas y Literatura Comparada en la Universidad de Nueva York, donde codirige el Programa de Estudios Transdisciplinarios sobre Traumas y Violencia; también es editora fundadora de la revista Qui Parle y miembro de Jewish Voice for Peace.



Algunos libros::


Pulsion de prueba -Interzona
https://interzonaeditora.com/catalogo/ensayo-141/pulsion-de-prueba-335


Crack Wars _ Eduntref
Avital Ronelll una entrevista por Patricia Suarez >>
Entrevista



Reseña Crack Wars

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