PRIMERA PARTE
¡Bailad!
Invoquemos a la lengua poética para que nos regrese la voz que hemos perdido, porque antes que la lengua del amo nos apresara con sus dominios, supimos ser mágicxs, levitantes y límbicxs.
Restituirnos a la poesía como reciénvenidxs podría ser el designio.
La x en el texto
Advertí por primera vez las palabras intervenidas con asteriscos, arrobas y equis, en 2005, en un diálogo entre Mauro Cabral y Gabriel Benzur titulado Cuando digo Intersex. Entonces, cursaba un tardío seminario de posgrado y atendía a esos textos y a otros materiales asociados como si el alma me volviera al cuerpo.
¿En que oscura noche andaba el alma, tardía?
Hoy a esas palabras podemos leerlas en voz alta como una e a cuenta de un lenguaje inclusivo. Pero, ¿por qué no escribo con e? Quizá porque necesite la compañía de algo material que exceda en su impronunciabilidad la lengua escrita, esa impronunciabilidad no deja de ser una representación; quizá necesite evidenciarme lo inadecuado que habita la lengua cada vez; aprecio la gracia del hipo disruptivo en medio de las palabras que nos nombran, por sobre todo en aquellas que acuden nombrarnos. Porque las palabras serán como la felicidad, palabras que nunca nos encuentren, que siempre nos orbiten; a diferencia, y no a oposición o acción binaria, de la lengua del Amo que busca scanear, arrinconar, coptarnos en alguna identidad sin velo que nos clausure más de lo que nxs podría amparar. Porque para el caso ¿quién cree realmente ser en el nombre con que fue nombrado? El nombre con que nos buscamos en la urgencia intemporal de lo íntimo es siempre un llamador secreto por su franca imposibilidad verbal.
La palabra es un acto de fe.
Un saber hacer con lo ausente.
Resistirse a la sociedad de la Transparencia -para decirlo con Baudrillard, Byun Chul Han y ¡Roger Corner! aquel director que enloqueció mi infancia con X -The man with X ray eyes (1963)- desesperándome una y otra vez, obligándome a esconder detrás del viejo sillón anclado frente a una tele, y yo en un ahogado secreto: ¿Dónde! ¿dónde pueden no verme? Y dónde, ¿dónde puedo dejar de ver? Del panóptico de Bentham a la hipercomunicación, al griterío de la feria virtual, a la acumulación, a las adiposidades obscenas en las que nos amasamos indiferenciadamente. Y también, de la demanda enloquecida del Otro a… ¡oh! las cosas no han salido nada bien; atiendan, si no, a estas irradiaciones populares que resuenan en algunos cancioneros argentinos > Te quiero/ más que a mis ojos te quiero/ y si me quitan los ojos/ te miro por los aujeros <
Un sin final, una ceguera imposible que redobla la tragedia de Edipo cuando se arranca los ojos. Para el caso, tanto en X como en el versito más feroz del siempre lobo invisible, los nuevos ojos no tienen párpados.
Por eso, ando y escribo (y andando me escribo) por la sombra con una pequeña x de sonoridad asterisca y arrobadora, porque la noche oprime y la sombra en compañía es una gracia.
<>
Oh Lengua, resístenxs a ser hacienda marcada a fuego/ resístenxs al Ojo Ígneo de insaciable engorde.
<>
La memoria o variantes del Yo amordazado
Si la memoria que habita nuestras vidas es múltiple y plurífica, ¿por qué se ciñe y se apoca a un decir en singular?
Es este el dolor del yo, su pathos de exclusión, su mutilar prolijo.
El trabajo de la memoria se nos ha vuelto familiar, buscamos reconocernos, apaciguarnos en una cartografía que suponemos siempre idéntica, referencial, prefija; sin embargo, la maquinaria que organiza la memoria es extraña a ese delta caudaloso, inquieto, que nos habita y habitamos; la maquinaria yoica trabaja para evitar que nos extrañemos de sí/ de nxs -del yo plural: somos legión en el recuerdo-; el verbo extrañar, que activaría potencia y pregunta como herramienta de movimiento y de cambio -me refiero a la posibilidad de transitar la vida en un estado de pregunta que abra y empuje hacia esa expansión de conciencia y no a la ansiedad de hallar respuesta que selle o fije la experiencia-, ese verbo, extrañar, poderoso, se vuelve inactivo por este dispositivo bañado en una lengua familiar identitaria, que podríamos torpemente formular así: A igual A; este cálculo permite que la historia y los fantasmas que ha despertado o adormecido la memoria no nos resulten engendrados desde la ajenidad; por eso decimos que la función que ejerce el yo, es función de síntesis, de propiedad, de cerramiento y sentido.
Cuando el yo vacila o se agrieta, habilita en su quebranto el arribo a las formaciones del sueño, a los olvidos, a inesperadas irreverencias lingüísticas, lapsus, actos fallidos, risas, zonas confusionales. Lo pienso no solamente como una psicopatología de la vida cotidiana tal indicara Sigmund Freud con genial escucha en 1901, sino que además las reivindico como formaciones minoritarias en el sentido de reservorios revolucionarios. Así es que cuando el yo colapsa mínimamente, la memoria muestra su acopio desbocado, su vitalidad, su nunca pasado entendido como archivo fósil; por el contrario, su fluxión semeja a los innúmeros sentidos o direcciones de los ríos que componen la tierra; algunos son visibles, otros atraviesan vastas regiones en la pura invisibilidad. Como un velo que se corre, el yo agrietado trae el temblor primero de la angustia por venir, un modo de alerta en el que no se aprecia tanto la nitidez de todxs los que nxs habitamos -tesoro oculto del ser/potencia- como el malestar, la incomodidad que produce eso que llega tan de otro lado, tan otrx, con un destino más rebelde que indescifrable, excepto el único fácil de admitir: el de corromper, o al menos poner en cuestión un sentido lineal en el que estamos contenidos, aunque no necesariamente a salvo.
T. Sturgeon, en alguna de las vueltas, acerca una idea de la otredad: uno de sus personajes confiesa padecer el horror de tener los sueños de otro, los recuerdos de un otro, hay un otro implantando (en los tiempos de Sturgeon esa palabrilla no cuenta como hoy) hay algo allí, en él, algo que ignora y presiente, y que se hace lugar sin llamar a la puerta, tomando el espacio y el tiempo.
La formulación Yo es Otro, deviene de una zona experiencial; el surrealismo abrevó en ese espíritu, mas no estaríamos refiriéndonos tanto a esa práctica, aunque la incluya, como a una necesidad política que se nos impone, la idea sugerida es que habría un posibilidad experiencial del YO es Otrx que facilitaría desactivar al otrx como entidad peligrosa, como objetivo a eliminar, a exterminar; la fórmula invoca a las fuerzas que resisten y desvanecen los estados de excepción -seductores y convincentes- tan lubricados en estos días.
Dicho en otro sentido, la supresión del otrx, de la otredad inasible e irreductible en el Yo, le destruye su agalma y su procedencia de exilado.
Hay dolor en esa manera de afincarse, una cerrazón caprichosa, un afán de esclavitud, porque el Yo en tanto Yo soy, impone un modo lineal de concebir el pasado, el presente y el futuro, abonando una matriz del adoctrinamiento que cada quien hace de sí. Adoctrinamiento que se transmite adoctrinando y que las derechas viejas y nuevas supieron y saben usar e inocular.
Por eso, hay una ley de gravedad activa en esa identidad que es pura captura. La captura aplana la memoria e impone una lengua que semeja un código de barras: la lengua del amo.
La memoria es un movimiento y una errancia, una sucesión de reescrituras y retraducciones yuxtapuestas, está viva y es cambiante, muta, va en fuga, es plural y más que plural: multívoca, pues de cada cosa tiene infinidad de imágenes registradas: a la ligera y con detenimiento, en huida y en contemplación, hechas y sin hacer, resueltas y en devenir, no solo es lo que pasó, sino también lo que podría pasar y aun lo que podría haber pasado. La conjunción de tiempos y sus posibilidades también son nuestra memoria, por eso a veces tenemos recuerdos que no nos resultan propios, no nos pertenecen, se palpitan ajenos, no tanto porque los haya vivido quien está del otro lado del muro o del océano o del estrecho, sino porque hay una zona real donde el yo es otrx, un otrx que elidimos, que no dejamos de amurarle, suprimirle, alejarle, impedirle la estancia, vez a vez, atravesadxs, obligadxs, capturadxs por políticas globales que trabajan entre nosotrxs con planes muy precisos. Como pequeña muestra asumimos que hemos dado un click no hace poco: atiendan, si no, a Cambridge Analityca y su feroz arte de manipularnos.
¿Cuántos cuerpxs habitan nuestra memoria? ¿Cuántos cuerpxs somos fuimos seremos? ¿Y cómo habita la memoria en los pliegues del cuerpx? Y ¿los cuerpxs, entonces, que no ignoran su estar en todos los tiempos, en la conjugación de todos los tiempos, lxs cuerpxs, que a veces se autoperciben ombligos temporales y cuando reciben o dan una caricia despiertan o evocan un amor o un dolor de otra época -porque sólo en la curvatura del tiempo, en la torsión del espacio-tiempo, las inúmeras corporalidades acontecen… oh ¿cómo vamos a traducirles con un Yo Soy tan precario y adormecido?
Plegaria junto a esa niña gitana que nos contó Pina Bausch:
¡Bailad, bailad, si no estamos perdidos!
Son lxs cuerpxs movimiento; como fulgor de lo posible habitan el resplandor del presente, las innúmeras bocas del recuerdo, las abiertas visiones del futuro.
En clave musical intuimos que la memoria también es memoria del futuro, siempre hay porvenir en el recuerdo porque es la cifra que libera la traducción del deseo.
Lxs cuerpxs se ofrecen a la danza cuántica de la memoria abierta, conjugada entre devenires, y como cartogramas del tiempo y del espacio, van reescribiéndose descatalogados en la zona nueva de una luz naciente.
Traducirnxs será hablar con nuevas bocas, ¿no son lxs cuerpxs una emoción innúmera?
Oh, ¡dolor mio! arrópame, apriétame, escúpeme, abyéctame [1]
¿No ves que no entro? ¿No ves que excede mi pie el zapato?
Oh… Padre, ¿no ves que ardo?
Cuenta Freud: Muerto un niño, su padre le vela en soledad; pero vencido de tristeza y sueño cae y ya dormido abandona la escena. Las velas que lo velan producen un incendio en la pequeña sala que ahora literalmente deviene una capilla ardiente-
¿Cómo se abandonan las escenas de dolor si es el dolor lo que compone la escena? En medio del suceder del sueño del padre, la voz del niño muerto interpela para despertarlo:
Padre, ¿no ves que estoy ardiendo? [2]
[1] Desarrollo del abyéctame en
tercera persona > Nota preliminar: lo
que sigue puede leerse ahora o al final del libro.
💥Mientras todo cae G
hace caer más cosas: copas, libros, un corcho; también abre y cierra la puerta
de un microondas que va a romper. De pronto chilla que la actitud de Z fue
deplorable. Ahora gime, furiosa, que Z no escuchó nada y que nada era
importante ¡importante que escuchara, opinara, hiciera buena letra frente a
esas mironas qué…! Para G la importancia de las cosas se mide en gestos: una
escucha atenta frente a los otros, o aún en ésa hipérbole anómala que recorre
un corcho sin peso cuando es arrojado con un exceso de rabia. Siempre es más
fácil patear una puerta. La puerta sabe recibir el golpe, opone resistencia,
hace doler un pie. G lo sabe, pero en esos momentos parece olvidarlo, entonces
revolea un corcho sin el peso de esa piedra redonda milenaria trabajada por el
agua de un lago frío en la orilla cordillerana del sur callado y lejano. El
corcho de un vino derramado en la mesa es como un globo, no pesa nada, sólo
deja algo parecido a una distensión en el hombro izquierdo con el que ya no
volverá a abrazar a Z. Entonces G aúlla, y luego, llora.
Mientras
todo cae, Z recuerda a L. L es voluptuosa, arrebatada, y sólo quiere lo que quiere,
lo demás le importa rabanitos. Para L la vida consiste en eso, y es eso lo que
quiere hacer. Pero Z nunca sabe qué quiere. La vida de L parece envidiable y si
acaso Z la envidia es por ese don de saber qué se quiere cómo lo quiere y
cuándo lo quiere. Semejante diferencia es tamaña desventaja y Z siente el dolor
de ser. Un dolor que se mide en impotencias e imposibilidades. Para el caso,
hoy, que es noche trasvasada, Z está al borde de echar todo a perder, echarse
al abismo y caer, caer, para siempre, sin tocar fondo.
G
se fue, dio su nuevo portazo; la odia.
Z,
invariable, piensa lo que no sabe pensar.
Antes
habían ido a comer a un lugar menos glamoroso que cool. Podría ser una palabra
estúpida, casi babé, salvo que para Z cul es un sonido con adherencias,
incrustaciones inmediatas de culo –el suyo, el de su tío, el de su madre- y
culpa, -ahora no entrará en detalles, tal vez nunca le entre, pues los culos
van sucios de laberintos. Esas dos con quienes Z y G comen esta noche son
enamoradas; la vida les sonríe con cara fláccida, por eso optan, en su afán
pasional de amor pulcro: no enfiestarse, optan, las muy juntitas, recatadotas,
burlar y burlarse; burlan y birlan a Z como si fuera estúpida; es que Z estaba
tranquila, antes estaba tranquila, antes se había tranquilizado, antes se había
aquietado cuando por fin cortó con L, cuando le cerró el pico arrebatado,
cuando pudo caminar en silencio las cuadras restantes hasta el restó cúl,
llegando a un mundo vano, impostando algo de civilización, y ni bien traspasó
la puerta del sitio cul culo culpa con rojos y verdes y velas y chicas hostiles
de lindas que son nomás, todo empezó de nuevo. Ella -su ella- digamos G- hace
mucho que se aburre, entonces elige a estas dos enamoradas como defensa, como
entretenimiento, lo que la tiene entre. Cuando las cuatro salen a comer Z se
sienta en el banquito.
G
rompe cosas, está ronca y en su ronquera final arguye que siempre ha sido buena
compañera. Pero qué infinita inutilidad, ahora parece que no le va bien con sus
creencias, se siente ñoña. ¡Ah! cree -en su desdicha renegada- que se puede
estar con alguien sin siquiera desearle, sin siquiera intuir qué le pasa por la
cabeza o por el cuerpo, aún sin curiosearle el alma -más no sea a hurtadillas,
o en la fantasía de unos celos improvisados o en esas noches que arrinconan el
sueño y lo posponen a una siesta veraniega que no llega.
La
familia de Z ignora su lesbiandad y también su liviandad, que en ella es lo
mismo; aunque a veces atesora la idea de que lo saben y lo callan, lo admiten
en la soledad, en la más íntima soledad, y tal es el tamaño de la soledad que
ni siquiera saben ellos que están ahí, en el medio de una íntima soledad, cada
uno, frente a un hecho irreparable e irreversible.
Z
le dice a L: Soy lo que puedo.
Eso,
en la soledad inaudible de Z, significa: una mujer inadmisible, un engendro.
Por
eso quiere matarse, no por matarse en sí, sino porque se engendra en una
deformidad que no logra expresar: algo chirle y melancólico, y pese al gasto
acalorado de palabras huérfanas y huecas que deposita en la oreja aún más hueca
de L, no consigue gestar una mísera idea para aferrarse; pero ¿adónde van a
parar las palabras que desliza informes en los agujeros auditivos de L? L se ha
dormido en el teléfono, luego bosteza su buraco sonoro y agrega como al pasar:
linda,
resolvé tu drama.
Z
decía que esas dos enamoradas dan un odio profundo, primero por bobas después
por enamoradas. Para L el remedio es sexual. Lo dijo antes de dormirse en la
conversación. Incluso, se autorizó a llamarla a cualquier hora y gemirle unas
pajas kilométricas en la oreja, nunca tan hueca pero sí laberíntica de Z,
porque también sería oportuno ¿prudente? saber adónde van a parar las palabras
que caen en los laberintos auditivos de Z;
el
otro día, Z -siempre atenta a dar un salto de clase- casi choca. Quiso poner
límites: no hagas eso cuando estoy en la autopista, no creas que no te escucho,
pero los autos desarrollan velocidades inéditas y de repente los tengo al lado,
atrás, adelante, al medio.
Después
del portazo G entró con sigilo por la puerta trasera y tomó la casa. Entonces Z
improvisó un cuarto: ahora duerme en el living y G ronca en la habitación con
su animal peludo y asqueroso.
¿Un
animal?
Cuando
el bicho feo llegó a la casa, Z supo que una palabra mal dicha, fuera de tempo
pero dentro de la errancia en el deseo de saber qué se quiere y qué no, había
sido el principio de una larga encerrona. ¿Y qué fue lo que dijo? Sólo dijo:
Sí. Dos letras. ¿Cómo puede ser que un sonido…? ¿Sí a qué? A Eso, a Eso que era
un paquete macizo, contundente, una yerba de medio kilo cerrada al vacío;
apenas se le diferenciaban las patas.
¡No
tiene patas! Soltó espantada.
¡Este
será un gran macho! –aplastó de un grito la revendedora que también tenía algo
macho y lo repetía orgullosa asegurando el oráculo mientras G sostenía en lo
alto de una mano al Eso de la futura discordia.
¿Z
ha de ser una gran idiota? Z cree que sí, dice que por amor al amor dijo lo que
dijo. El amor te hace a un lado: a los pocos días celebraron la adoración del
Eso. Fueron los amigos, llevaron mirra, incienso y benjuí.
El
bicho santo,
el
bicho nacido en Belén.
Todos
le tienen a upa, le hacen mimos, se toman fotos con algo que babea en los
brazos.
Tiene
olor. Ellos se dejan olfatear, están felices; dicen que es pequeño e indefenso.
¡Pero
no tiene patas!
¡Basta!
grita G no arruines la fiesta. Es así y a medida que pase el tiempo va a tener
menos forma.
Mientras
toquetean el bicho, G le zampa unos besos y lo arranca de brazos amigos. Z
observa la escena y le duele el pecho, tiene furia arrinconada, comprimida,
neón a la altura del esternón, ahora libera el gas de un recuerdo: hijos no. Z
sabe que la decisión alivia y alivió, y si acaso se la obligara a hablar de
libertad y dar testimonio de experiencia, tomará el micrófono
y
fijo a cámara, explicará:
fui
libre cuando supe que no quería ser madre, ni tener hijos, que no es lo mismo…
le
gusta el final, esa aclaración: Yeguas, hasta una cucaracha es madre, tener
hijos es otra cosa.
El bicharraco creció y huele a
trapo viejo, a escobillón sucio. Es una bola de pelos grasos, enrulados,
rastreros. Para Z no es justo que duerma con sus ronquidos malolientes en el
cuarto. Reclama e implora a G que lo hospede en otra zona de la casa. G no
considera la opción y la invita a irse. Z no se va, se queda, usa tapones para
dormir, incluso tampones que agrandan el agujero de los oídos de cornete a
trombón; Z respira más espaciadamente y a medida que pasan las noches va
tejiendo venganzas y dolores; también desarrolla un sistema bronquial o
pulmonar para aspirar, inspirar y expirar con filtros. Z va perdiendo
sensibilidad en la nariz, va desnarigándose; ya no tiene ese olfato exquisito y
coqueto.
En
la segunda reunión con amigos G manifestó:
Esta
especie se extingue, hay que cuidarla, procrearla, hacerle lugar en el mundo.
Sueño con un criadero. Voy a dejar todo, y voy a criar estas hermosuras del
cielo. Hablé con un científico clon….
Z
piensa que está definitivamente tronada; interrumpe: ¿de dónde vas a sacar lo
que se supone sería una hembra? si no hay; si apenas se diferencia una hembra
de un macho. Esa revendedora nos dijo cualquier cosa, estos bicharracos no se
aparean, se clonan ¡se clonan!
Pese a la verdad -que Z supone en su
argumento- G no la deja terminar: naazi
cómo tu viejo y como el cura Bernabé, o no te acordás vos, catolicucha, que
abandonaste la iglesia cuando el bernachulo evangelizó desde el muy púlpito de
velas que los homosexuales seríamos los responsables directos de la extinción
de la raza humana…
Callate
frenética.
¡No
me hagas callar! Vos dijiste que sí y no tenés palabra, traidora, sinpalabra:
te advierto que las que no se llevan bien con la palabra están terminadas,
deshechas: babosas bajo la sal.
Tres o una o múltiples imágenes
perturbadoras de infancia rondan a Z con presencia febril; había un cotolengo,
en alguna parte había un cotolengo; las monjas no explican qué es un cotolengo,
sólo dicen: hay un cotolengo, una figura que se erige en las sombras del
recelo, un cotolengo un cotolengo, una amenaza: hay que rezar por el cotolengo,
hay que ayudar, hay que mandar cosas; si no mandan cosas las mandaremos a
ustedes ¿adónde? al cotolengo a cotolenguizarse; pero ¿cosas como qué? Como
carne dice una compañera de Z, hay que mandar carne.
Al
día siguiente, todas llevaron bolsitas de nylon con carne, bofe, lengua;
alguien acercó un corazón de siete kilos. El aula suda el tufo inefable, aún lo
tiene en un recuerdo que hoy se pega a los bordes de esa nariz insensible
eólfica, aséptica, escéptica, y esa narizolla a presión evoca:
el
día henchía calor y nosotras ellas o ustedes con la carne jugosa bajo los
pupitres
Carne…
mh… no, no, lo último que nació en el cotolengo no tiene boca, no tiene nada,
es una masa que late, no es…pero está vivo, así que lo bautizaron. ¿Y cómo es?
Es como una panza, como una panza gorda, carnuda.
Después
en el laboratorio destriparon un calamar, y un sapo.
Vieron
las partes, cada una. Pero M en vez de diseccionar, aplasta cuanto órgano
encuentra, y batía, bate, mórbida, batía, bate y revuelve y da marrones,
anaranjados, ocres hasta derramar todo en un fuentón.
J
mira, contempla circunspecta y asume: lo que nació en el cotolengo es una Gran
Vesícula Biliar. Si la aplastás queda esto -y metió el dedo en el fuentón de
espesuras.
Mejor
le damos la carne a los gatazos de la Hermana Catalina.
¿La
Hermana Catalina tiene?
Dos
ovejos lanudos, duermen en una colchoneta rota de gimnasia, en el cuarto de las
escobas y los estropajos; a veces en otra parte.
El amigo carpintero trajo un
carrito de madera.
El
animalito es como un puff peludo, blanco y marrón.
Hay
que asearlo con cuidado porque nunca se sabe dónde tiene la nariz.
También
hay una niña en estados unidos a quien quitaron los ovarios para que siempre
sea infante.
Cuando
Z era chica soñó con esto que ahora pasa; asegura que este presente es un
replicado déjà vu. Aquel día subieron las escaleras que olían a kerosene y
aserrín, entonces J apura el tranco y se larga por la baranda, Z recuerda que
las entrepiernas de J se dan como besitos contra la baranda fría. M grita ¡se
te ve la bombacha! A Z le hace doler los dientes ssss que se le pegue la piel
de la entrepierna a la baranda ssss Z no
sabe si se puso la bombacha, tal vez la olvidó en su casa, qué vergüenza, está
toda mojada ¿pis? J rie: ¡son besos con ruido a peeeperulo! J nunca baja
rápido, salvo cuando se pone el jumper como alfombrita y se desliza a pura
caída. Una vez se clavó la pintura verde descascarada. Mostró y se la vieron
oscura amarronada debajo de la piel. Dijo que no dolía. A las muecas subieron
las escaleras de un mármol que aún no enceraron; transitaron laterales de la
capilla, a hurtadillas, detrás del altar, y una puertita secreta, y otra y otra
más pequeña e internan curiosidades en habitaciones de monjas de horas
inconclusas y vagas de tareas impuestas: misionan, rezan, despellejan,
ceremonian, acallan gritos, todo clama un vacío hermanado de quietud. ¿Dónde
están los gatazos de la hermana Catalina? Comen de la Gran Vesícula Biliar; los
alimentan con lo que nace en el cotolengo, carne bautizada para animales que
aspiran a la santidad; ¿dónde está la hermana Catalina? ¿adónde? esperá te
digo; esperá, agachate. Es que están en un placard, entre frazadas, apretadas,
sudan y todo huele a desinfectante. A J y a M le brillan los ojos, es lumbre
amordazada que se inmiscuye por la hendija que deja la puerta casi cerrada. Sh
sh y ahí van los dos ovejos, alertas deambulan maullantes delante de la hendija
hasta que un ojo amarillo imantado espía.
El amigo de G trajo un carrito de
madera unos días antes que G rompiera el microondas con esa manía de chillar y
arrojar copas y libros y aquel corcho que no es la piedra que cruza el camino.
El amigo de G construyó algo parecido a una carretilla del tamaño de un cajón
de manzanas. Le pintó laterales de violeta y dibujó sobre el violeta filetes en
amarillo y rojo. Tiene cuatro ruedas de un viejo triciclo oxidado de propia
infancia que recicló en este artefacto para este cloncito asexuado que dormita
en el cuarto de G cuando no sobre su falda, y que no ha desarrollado patas,
aunque día tras día tiene más y más pelo revuelto de mayor grosor a lo ancho y
largo de un cuerpo sereno y voluminoso. La especie evoluciona como puede -dijo
el científico clonador- con el tiempo supera los embates del mundo, podría
haber sido un pez lanudo, algo parecido a un ornitorrinco. ¡Pero algo salió
mal! advierte Z. No, la corrige, la especie descubre lo que aún no sabe, no es
aconsejable un carrito, explicó, de esa manera no acertará con su necesidad de
desplazarse. Tiene razón dijo G, mejor no usemos el carrito. ¡Pero cada vez
pesa más! -jadea Z- encima vos le hacés upa todo el tiempo; en tu lugar usaría
el carrito, a fin de cuentas esa cosa está ahí, quietecita, acumulando polvo y
mugre y vos desarrollando una joroba camélida. No, sí, eh, deberían esperar,
-descargó el científico clonador- porque aguardamos que la especie pueda
contonearse y desplazarse como lo hacen los lobos de mar, aunque sin aletas,
que son como las patas truncas de un animal todo terreno; aún tiene que crecer.
Hay que esperar; es cachorro.
El
amigo de G instaló un motorcito que se activa con un control remoto, si uno
quiere hacerle un mimo, aprieta un botón y la carretilla viene a uno; luego,
sólo es cuestión de estirar la mano.
G anda con el bicho por el barrio,
poco a poco la gente le va tomando algo parecido al cariño: compasión. La gente
le habla bibibí bibibí así en chiquito, con gestos de entrecortada ternura; los
niños le dan caramelos, los arrojan dentro de la carretilla, ayer uno le tiró
el envoltorio de las papas fritas y el bicho lo quiso comer. G le sacó algunas
partes masticadas de la peludita boca. Después retó al niño y lo comparó con el
animal: vos no comés pakcashing de papa fritas ¿o sí?
Entonces ¿qué pasó después del
portazo de G cuando entró con sigilo por la puerta trasera y tomó la casa? Pasó
que Z improvisa un cuarto y esa noche duerme en el living. Duerme por tristeza,
la tristeza es una aplanadora; soñará cualquier cosa; creemos que nunca podrá recordarlo.
G ronca o roncaría en la habitación contigua con su animal peludo y rastrero.
Sin embargo, algo sucede. El animal abandona el cuarto de G en la ceguera del
mundo. Nadie sabe qué hace o cómo hace un animal en soledad, en la soledad
animal, en el puro instinto. Donde los ojos no llegan nadie sabe qué pasa,
(ojos hoy día acepta sinonimia de cámaras y otras tecnologías de control)
Cuando Z despierta, sale del living y nosotros entramos a su cabeza abierta,
más que abierta: partida con un hacha de luz; Z está inmóvil, con un pijamita
viejo, gastado, que no quiere tirar ni dar a los pobres. Ahí, en la intemperie
de la angustia, Z apenas se atreve a respirar, sólo un hilo angosto de aire
llega para murmurar lo que piensa, lo que se piensa en ella sin ninguna
entonación
ni
un hombra y ni una mujor ni un macha ni un hembro más bien una algo o un alga
da a mi realidad ligera la figuración de una lunática o clonática superficie,
visión de lo que no sé ni sabré resolver en ningún gesto que pueda obligarse a
categorías benévolas
Sucede
que al abrir la puerta de ese cuarto improvisado (un living) en la impase de
una separación que aún no llega, el bicho santo ha dado a luz ocho bichitos
peludos y redondos como huevos espumosos latientes. Toditos juntos en el puf relleno
de bolitas de Telgopor acunan su primera existencia.
G
extasiada desvela la madrugada mientras mira la lindeza de la vida; acalorada y
sin palabras canta canciones de cuna que arrulla en su messo soprano, siempre
decoroso y sensible hasta la última nota de belleza. El bicho reprodujo sus
maneras, replicóse en la intemperie del dormitar de Z, aprovechó su desparpajo
onírico para colonizarle el comedor. El bicho santo es un gran cómplice. Z está
rodeada, jaqueada, sitiada; el desconcierto se hermana con el horror, un horror
parecido al asco y la desolación.
Podía
pasar –dice G- y acaricia bolitas peludas con todas las manos y dedos que
puede. ¿Tengo mi criadero? Ay sí ¡que precioso!
Entonces,
llama por teléfono a alguien
¿a
quién?
al
científico clonador que acude a la casa, a esa hora, cualquier hora, en busca
de la maravilla. Entra presuroso y filma con una cámara del tamaño de un
meloncito. Mientras toma notas, aspavienta con palabras que amontona en el
buche y deleitado en la ciencia, el muy muy se cree dios.
¿Pero
no era un macho? pregunta Z, que de inmediato sabe que a nadie le importa el
orden que supone la categoría. No, no, ya ves, es lo que es, de acuerdo a
nuestras investigaciones sabemos que se adapta a sus necesidades. Tiene
necesidades de reproducción, entonces se reproduce, ¿me dan uno?
¡Te
doy todos! derrama Z.
De
ninguna manera -defiende G. Estos nacieron en casa y son nuestros.
¡No!
¿qué vamos hacer con todos estos peluditos? ni siquiera sabemos que… qué comen
–implora Z- queriendo decir algo útil y prudente.
Maman,
advirtió el científico clonador que mostraba cien dientes detrás del meloncito.
De
repente filmaba a Z y también filmaba el cuadro de Xul Solar apoyado sobre la
espalda del piano y al bicho madre que horas antes era macho. El científico
parece leer el pensamiento: No, nunca fue macho, eso es lo que te quieren hacer
creer, la gente quiere ordenar y organizar el mundo, gran pavada eso de los
géneros, todo puede ser todo, date cuenta; se puede parir- se puede no parir:
está a la vista: todo muta, todo es móvil.
¡Pero
no se cruzó con nada! grita Z.
Nunca
se sabe; bien podría ser un caso de autocruza, en una posición divergente o
diferente, o tal vez se cruzó con ustedes.
Entonces,
cuando presumió esa hipótesis, Z le pegó una cachetada.
G
se abalanzó sobre Z y rodaron y rebotaron contra la mesa, el científico
clonador filmaba, filmoso filmaba, G quería agarrar la mano pegadora de Z, Z la
pateó y otros menesteres que G esquivó todos y cada uno y ya de pie triunfal
gritó: ¡Infeliz, volvé a tu pieza! ¡Esta es nuestra familia!
Pero
Z no volvió.
Zombi
en la madrugada de un sol naciente, atravesó el umbral de su casa, en pijama.
En la noche oscura de alma es el
alba quien anda en pijama.
Z
no sabrá recordar la historia, todo va a apelmazarse en la orilla de una
imposible cronológica. El tiempo requiere cuerpos, tic tac, un brazo una pierna
un pecho que late y parece estómago, ¿dónde está la boca triste que tan antes
daba besos? ¿y dónde la lengua parlanchina, el pie que pica, la mano que rasca?
Se arrugan las superficies, bolsillitos rugosos con miguitas secas de polvo en
las costuras, plicas que alojan una bolsa de gatos pardos maullados, pliegas y
pliegas ¡y cómo repliega cien veces sobre sí misma la superficie ensimismada!
ay, ay, ay: noche de alba, ombligo de miedo ¿cómo te dije que me llamo? ¿cuáles
son los nombres con que he sido nombrada? Tic tac, tic tac, toc toc. El alma no
tiene nombre, liberada va del éxtasis al agujero irremediable, infrondoso ¿qué
es eso? un queso ¿pero no es acaso lo mismo, una expansión infinita que cabe en
el pliegue de la lengua que ya no habla? Oooh, Z traga y escupe. Burbujas
salivadas. Traga, se atraga, escupe, se traga. No ubica, no entiende. Solo
quiere mil gardenias, mil gardenias
mil
gardenias para mí,
con
eso quiero decir
me
quier
me
ador
A los tres días, el científico
clonador Doctor Carlobetov ocupó parte del fondo; en secreto, hacía migajas
húmedas con G y de paso colaboraba en la reproducción de las bolitas peludas. A
los tres días Z regresa a la casa, en pijama. Entra por la puerta trasera,
descalza y sucia. La puerta trasera da al jardín, el jardín sólo luce en
primavera, todo esto ocurre en una época del año que bien podría ser la
primavera, aunque tal vez pudiera ser el invierno o cualquier estación mutada
en este mundo distorsionado y superpuesto; en realidad, a nadie importa cuándo
ocurren los hechos, ni siquiera a Z, ni siquiera a G, a quienes vemos, por
distintas razones, exiliadas del tiempo, casi atemporales. A Z se le han
desdibujado algunos referentes simples, tal como el uso del pijama: atuendo
para dormir dentro de una cama, en una casa y No atuendo para dar vueltas
durante tres noches, sospechamos que por las calles de un barrio céntrico. Z
apoya los pies sobre lajas tardías del día, las percibe templadas pues han
recibido la parte de sol del que se apodera angurrienta la casa, las lajas
hacen camino de hormiga hasta el final del jardín donde alta se eleva una pared
blanca, como mala bandera sin revocar, con un jazmín abichado que trepa como
puede el ala azul del cielo con más ramas que hojas y flores. El jazmín se
retuerce frente a la mirada aquietada de Z. Ahora, Z baja los ojos, es un
scanner, recorre la bandera que ya es telón de fondo, hacia arriba, hacia los
costados, llega al piso, al rincón, debajo del limonero, en la sombra salpicada
de luz allí está G difusa ¡Ups! ya nada difusa: Es G y está enredada y
embadurnada del Doctor Carlobetov a quien gime: V ¡V!¡Veee!
¿Pero
qué ve Z con sus ojos scanner? V tiene genitales hembra; ¿pero V no es El
doctOOr Carlobetov? ¡Qué importa! se besan desde sus partes íntimas en un
tijereteo rítmico de pájaro carpintero picatronco y además de toqueteo de mano
ávida removedora, se las ve muy agradecidas, extasiadas y remolonas. Z
enceguece, la imagen se adhiere y casi todo lo tapa ¡eheh! ¡pero si a falta de
un colchón han dispuesto como cien bolitas peludas y roncadoras debajo de sus
cuerpos!
¡¿Hay
necesidad de seguir mirando?! interrumpe el Doctor Carlobetov con voz de
Carlobetov.
Ahora,
y para colmo, Z está en posición de mirona; ¿me están poniendo los cuernos?
pregunta Z. ¿Carlobetov es como el bicho y según sus necesidades es Carlobetov
o esta belleza de lindos dientes un poquicosi para mi gusto?
Habrá
que decirle a Z que su gusto no está juego. Habrá que susurrarle con zurras que
la exclusión es un dolor horrible y aún, la exclusión es un dolor bochornoso.
Se
advierte que el asco que siente es por celos y envidia.
Así
es la nueva parejita de criadores amantes y clonadores que en el jardín y en el
living de la ex casa de Z juegan y han jugado al científico clonador, al doctor
del bicharraco y a garchar sobre nubes de peluditos como si la vida fuera pura
alegría.
L -enterada del asunto- exclama: Te
lo dije: hay que coger, porque el que no coge se encoge. ¿Te paso a buscar y te
estiro un poquito? ¿te llevo al río, te tiro al telo, te compro un lápiz
italiano para tu colección…?
Pero
Z no para de llorar. Entonces L en un gesto que presume tierno le compra diez
cajas de Kleenex con dibujitos de animales simples y comunes: gatos, perros,
loros, vacas.
La congoja habilita agujeros,
acueductos, poros, túneles madrigueros. L mira el techo mientras firuletea un
índice sobre el ombligo: linda, no se puede estar sin esto, es una práctica
legendaria: la piedra basal de Darwin: si no te empobrecés; te llenan la casa
de peluditos.
Sí, la casa se atoró de peluditos,
más grandes, más pequeños, más gordito; redondos y redondoides; y uno medio
cuadrado. Cuando V no oficia de Doctor Carlobetov, utiliza el bicho cuadrado de
mesa de luz y apoya un copón sucio con vino tinto más una planchita de pelo más
un jarrón llenísimo de corchos. La muy diversa ha usurpado el cuarto que fuera
de Z y G.
Z
gime en silencio: ese es mi cuarto.
Si
Z llora medio litrito más va a disecarse. Aprovecha el aguante y explica que
sólo faltó tres días a la casa y ya no hay lugar para ella.
Antes
de empezar a llorar exige que le devuelvan las cosas.
¿Tus
cosas? Qué sé yo dónde están tus cosas… estarán debajo de estos amorcitos,
buscalas
¿Y
si muerden?
Y…
nunca se sabe dónde tienen la boca, en general, tienen una en la panza, los más
remolones en la espalda, o en los flancos; es muy difícil, hay que revisarlos
con cuidado.
¡Quiero
mis cosas!
Eh, no nos vengas con escándalos -explotó G.
Si no llevaste las cosas cuando te fuiste, jodete.
Y
le dijo jodete.
Jodete
le dijo.
Cuando el ojo amarillo del gatazo
lanudo corrió la presencia abierta de la hendija, la hermana Catalina abrió el
placard con retorcijos de niñas sudadas. Las tres, menos atrincheradas que
entusiastas, sienten los cuerpos juntos en la penumbra inquieta de un cubículo
apenas franqueado ¿Catalina habrá encerrado su santidad a rezar? ¿a leer? ¿a
espiar? ¿a? Z piensa sin pensar lo que no sabe pensar a esa edad. En esa edad
pensar lo que no se piensa es miedo, miedo de ojos Catalinos, ojos que miran
atravesando puerta y pared, pollera y bombacha, sueño, mente; no hay escondite,
huyes de mí: yo soy tus alas; es que uno parece hecho de vidrio, de aire, de
7up que es transparente pura agua de la fuente que no es agua de fuentón. Por
ejemplo, el sueño del baño sin puerta es cilicio que hinca el ojo de la noche
en la niña; y la certeza de haber olvidado la bombacha es cruda inhibición: hay
días que no sale al recreo: niña estatua, evalúa toda la mañana en un fallido
recordar si se puso o no se puso lo que no recuerda si tiene y no puede tocarse
delante de las compañeras ¡no! palparse debajo del jumper de jersey ¡no! del
tejido azul caluriento ¡no! sólo para saber si tiene ¡la! ¿dónde está la? ¡para
eso! para eso para nada más que eso necesita confirmar, tranquilizarse,
chancha, chancha Z es un cola apoyada sobre el banco de fórmica, una cola de
atrás y una cola de adelante, una colita pequeña que después comprende lampiña
que la prima llama cachucha y el tío cachusa y todo es húmedo, Z es húmeda y se
ha hecho pis, disimula, toca el banco pero no hay pis, el charco de pis lo
lleva consigo, si se para se para, si se sienta se le sienta encima, pero
¿dónde está ese charco perseguidor? ¿en qué lugar del mundo existe semejante
charco, laguna, lago?
Z
aguarda en silencio y zozobra su primera soledad.
Pero
Z ¿qué clase de mapa puede constituirse con tanto espanto?
Z
desconoce la geografía de su cuerpo. La colita de adelante está en el sur. Y a
los costados nacen piedras redondas, que horadan las olitas de un lago que el
viento cordillerano empuja sobre la playa callada y desierta; allí existe una
incipiente vaguedad del abismo, un ser constituido en los ojos del otro, ¿pero
de qué lado está el ser? y encima el viento tiene todos los ojos del mundo, es
un viento catalino, un viento que roba la esencia y descubre el secreto, revela
la intimidad. Pues la intimidad está poblada de ajenidades, gatazos lanudos,
vesículas biliares cuyas voces nunca serán amables, serán críticas, gritonas de
panza llena: un manco y desdentado lobo feroz ¡pero que ojos tan grandes
tienes! ay… pues verte con estos ojos, mi niña, mi niña obscena, arrancará tus
párpados para inocularte siempre y mejor
y
en la vastedad del lago perseguidor gestarás peluditos de todo tamaño que
empollarás abnegada
¡qué
decís infeliz, volvé a tu pieza!
Mientras todo cae, el embrión del
olvido da los primeros latidos.
G
no recordará a Z.
Z no recordará a G.
Mutamuta
mutamutismo; Z y G se deshacen, vuelven al polvo, seres de niebla. Así como se
ha deshecho la infancia, Z deshecha de infancia puede ser gatazo lanudo, ovejo
del más allá, o cosa alguna bautizada por dios y por la iglesia más puerca y
ojona: Ay, yo quiero verte, carne de mi carne, boca de mi boca, quiero saberte,
intuirte, respirarte
¡infeliz,
volvé!
ser
una gran vesícula biliar que alimenta seres que aspiran santidad gloub gloub
ofrecida al sacrificio y al gran Ojo que quiere algo, algo más, un poquito más,
más que mil gardenias, quiere cuerpos, trozos, superficies aterradas; cuánto
habría que darle a eso para que aplaque o a ella para que vuelva, cuánto para
que calme su sed su indiferencia, qué bocaza tan hambrienta, qué deseo de ser
engullida
carne
de mi carne, boca de mi boca
¡infeliz!
Mientras
todo cae, G amará peluditos y Z en su dolor nostalgiará ser un peludito más y
no esto, esto nacido en la impavidez de la oniria, noche del sueño, donde el alma
es un ombligo a la intemperie que brota del rechazo propio y ajeno.
ZZz
aún está con su pijamita gastado, despeinada, sucia.
<>
Fin del desarrollo.
[2] Oh, ¡dolor mio! arrópame, apriétame, escúpeme, abyéctame.
(Breve historia del género o razón
básica para hacer caer el patriarcado)
Final de la primera parte
SEGUNDA PARTE
Otra Lengua - otras corporalidades de la memoria
Al respecto de las fotos:
Planos cortados del gato José Carlos. Temporada otoño invierno 2022, en mi casa de Fátima. Buenos Aires
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