jueves, diciembre 03, 2015

Literatura y psicoanálisis, un mundo en común donde habitan las palabras Escritores analistas retoman el fructífero vínculo que, de Freud a hoy, se mantiene entre estas disciplinas, y debaten ese lugar bisagra que personifican. Nota de Daniel Gigena en diálogo con Gabriel Rolón, Carlos Chernov, Flor Codagnone, Vanesa Guerra, Luciano Lutereau, Edgardo Scott, Sara Cohen y Jose Ioskyn

Literatura y psicoanálisis, un mundo en común donde habitan las palabras Escritores analistas retoman el fructífero vínculo que, de Freud a hoy, se mantiene entre estas disciplinas, y debaten ese lugar bisagra que personifican// nota de Daniel Gigena en diálogo con Gabriel Rolón, Carlos Chernov, Flor Codagnone, Vanesa Guerra, Luciano Lutereau, Edgardo Scott, Sara Cohen y Jose Ioskyn 

Ideas diario La Nación 
Argentina 25 de noviembre 2015



Literatura y psicoanálisis, un mundo en común donde habitan las palabras


Escritores analistas retoman el fructífero vínculo que, de Freud a hoy, se mantiene entre estas disciplinas, y debaten ese lugar bisagra que personifican

por Daniel Gigena

Desde el surgimiento del psicoanálisis en Viena, a fines del siglo XIX, las relaciones con la literatura fueron fértiles. Si bien los gustos literarios de Freud no se caracterizaban por su adhesión a las vanguardias -además de su interés por Sófocles, se sabe que admiraba a Shakespeare y a Dostoievski-, su señalamiento de que la literatura advertía síntomas de la cultura occidental antes que la ciencia fue decisivo para tejer alianzas. Años después, Lacan indicó que El arrebato de Lol V. Stein, de Marguerite Duras, lo precedía en el descubrimiento de un saber: "Es precisamente lo que reconozco en el encantamiento de Lol V. Stein, donde Marguerite Duras demuestra saber sin mí lo que yo enseño". La escritora había llegado antes que el analista dandi.

En la Argentina ese vínculo fue también fructífero, sobre todo en los 70, con escritores y analistas como Luis Gusmán, Germán García y Osvaldo Lamborghini. Desde la revista Literal, dirigida por García (hace poco reeditada en edición facsimilar por la Biblioteca Nacional), se reivindicaba el estatuto autónomo de un nuevo lenguaje que entrelazaba el psicoanálisis con la semiótica, la crítica y la literatura: la ficción teórica.


¿Cómo es hoy esa relación en la Argentina y qué incidencia tiene en la industria editorial? ¿Sigue siendo significativo o actúa con la inercia del pasado? Una primera respuesta la aporta la jornada de diálogos con escritores y psicoanalistas que se realizó anteayer en la BN. Luego, son muchas más las voces que hablan de la vigencia de esta conexión. "El psicoanálisis, como la literatura, es un mundo habitado por palabras. Es muy común que un analista escriba; puede escribir sus casos para sí mismo, para revisar su práctica clínica o pensar cómo destrabar un caso complejo, pero también para sublimar, para realizar un acto creativo -dice Gabriel Rolón, autor de varios best sellersensayísticos y de una primera novela con temática "psi", Los padecientes, donde el psicoanalista actúa como detective-. El consultorio implica el contacto directo y cotidiano con la angustia y la posibilidad de sumirse en el arte resulta fundamental para quienes estamos tantas horas cara a cara con el dolor. Diría que el ejercicio artístico no sólo es compatible, sino también indispensable para un psicoanalista." Respecto de las temáticas que comparten ambos dominios, el autor de Cara a cara es preciso. "El ser humano y sus pasiones. Ningún libro escapa a la tragedia de la vida, al milagro del amor o al infierno del desamor. El deseo y la lucha, la agonía y el placer. Todo esto recorre las páginas y también el consultorio."

Para Edgardo Scott, psicoanalista, escritor y editor, narradores como Carlos Gamerro o Martín Kohan hallaron una tradición en Viñas o Piglia. Otros, como Hernán Ronsino y Gustavo Ferreyra, siguieron la senda sociológica frecuentada por Fogwill. "Aprecio mucho a los escritores que ha dado el psicoanálisis: Germán García, Lamborghini. Y sobre todo Luis Gusmán, que siempre lo he tenido y querido como a un maestro. O escritores y críticos que están muy cerca, muy influidos por el psicoanálisis: Ricardo Zelarayán, Libertella, Ludmer, Alan Pauls", distingue. "En los últimos años veo que otra vez el psicoanálisis recupera un lugar dentro de la crítica, del modo de leer. Cuando leo textos de Damián Selci, Juan Terranova, Diego Peller, veo que el psicoanálisis es muy visible y lúcido, una herramienta de lectura y no una doxa."


El caso de los casos reales

También escritora y psicoanalista, Vanesa Guerra publicará en diciembre su novela Síndrome del montón, donde la jerga "psi" ingresa en la trama como objeto de parodia y de misterio neurótico. "Me interesa la experiencia de la lengua como una experiencia del ser y del tiempo que nos compone y nos descompone. No me interesa la lengua al servicio de una historia, por eso guardo una afinidad especial con la poesía y cierta escritura filosófica. El psicoanálisis también propone esa aventura: desmontar el yo, intervenir el lenguaje que se nos ha pegoteado como una segunda piel sin poros."

Se publican muchas ficciones de divulgación teórica que suelen utilizar casos reales de pacientes para circunscribir un síntoma, un tipo de sufrimiento, cierta clase de redención. El terapeuta y narrador estadounidense Irvin Yalom ha construido una especie de pyme o nicho editorial con esa marca. A propósito, Guerra comenta: "La clínica es algo privado, de otro orden, no interviene ni aporta al acto creativo. Incluso agregaría que sólo una vez, en casi 30 años de profesión, escribí un caso clínico, y lo hice porque buscaba hacer transmisión de práctica. Hoy no lo haría". Para Luciano Lutereau, psicoanalista, docente e investigador, autor de libros de psicoanálisis y de obras literarias, todo caso es una ficción. "Un caso siempre se escribe desde una estructura narrativa y una función literaria. La escritura y la experiencia clínica son excluyentes, porque la escritura es una experiencia que tiene sus propios fundamentos; de ahí que no haya escritura de la realidad, sino lo real de la escritura. Respecto de la ficcionalización de casos que no se corresponden directamente con una experiencia, cabría esta indicación: es imposible inventar casos, como es imposible escribir una ficción sin recurrir a la imaginación. Ocurre con Rolón, cuya obra no se propone comunicar a colegas problemas relacionados con los tratamientos; eso mismo lo hace poco interesante para mí, pero muy valioso para miles de lectores."

Si se observa el fenómeno desde el vector literario, la situación se modifica: "Sospecho que el concepto de ficción también está presente en un análisis -dice Flor Codagnone, autora con Nicolás Cerruti de Psicoanálisis - literatura. El signo de lo irrepetible-. Se narra no para evitar la verdad, sino para poner la complejidad sobre la mesa, y ese relato toma elementos y recursos de lo ficcional. En ese sentido, literatura y psicoanálisis comparten un modo de narrar y quizás una forma de lectura".
Del diván al verso

La Argentina tiene un historial de poetas psicoanalistas o poetas en los que el discurso del psicoanálisis ha cobrado gran relieve: Alejandra Pizarnik, Susana Thénon, Tamara Kamenszain. Entre los más jóvenes, figuran Claudia Masín, Sara Cohen y José Ioskyn. Ioskyn es autor de Literatura y vacío, y de los libros de poemas Nunca vi el mar yAcerca de un imperio, que se publicará próximamente. "En mi caso, el análisis personal me ayudó mucho en la escritura, sobre todo porque implicó en parte un adiestramiento, el de decir lo importante, lo verdadero y no irse por las ramas ni relativizar, decir en pocas palabras, ir al punto crítico de manera directa, y tomar en cuenta lo que uno no se anima a saber o lo que rechaza, e incluirlo en el discurso propio. Para Cohen, la escritura, como la vida, depara muchas sorpresas. "También el hecho de atender pacientes las depara. La escritura le revela a quien escribe algo desconocido para sí. No hay proyecto de escritura que no devenga a partir del proceso mismo, con la sorpresa que eso supone, y uno se dice: ¡Qué cosa, mirá lo que vine a escribir que yo no sabía!"

Escritor y psicoanalista, Carlos Chernov apunta una diferencia crucial: "El lugar que ocupan los cuerpos. Presentes ambos, paciente y analista, en el mismo espacio y tiempo. En tanto con la escritura ocurre lo contrario: se escribe a solas y la lectura siempre es diferida. El psicoanálisis es carnal; las letras, descarnadas, pero pueden encarnarse; me refiero al milagro de que revivan en la mente del lector y lo transporten a otro mundo." Ambas prácticas, sin embargo, se apoyan en el valor concedido a la palabra, al "máximo manifiesto" de lo que se dice (o se escribe). Esa potencia es la que la literatura intenta, cada vez, recuperar y expandir.



dr. elephant

domingo, noviembre 01, 2015

OTRA VOZ > Paul B. Preciado






OTRA VOZ
por PAUL B. PRECIADO








Estoy acostumbrándome a mi nueva voz. La administración de testosterona hace que las cuerdas vocales crezcan y se engrosen, produciendo un timbre más grave. Esta voz surge como un máscara de aire que viene de dentro. Siento una vibración que se propaga en mi garganta como si fuera una grabación que sale a través de mi boca transformándola en un megáfono de lo extraño. Yo no me reconozco. Pero, ¿qué quiere decir “yo” en esta frase? “¿Puede el subalterno hablar?”: la pregunta que Gayatri C. Spivak hacía pensando en las complejas condiciones de enunciación de los pueblos colonizados cobra ahora un sentido distinto. ¿Y si el subalterno fuera también una posibilidad siempre ya contenida en nuestro propio proceso de subjetivación? ¿Cómo dejar que nuestro subalterno trans hable? ¿Y con qué voz? ¿Y si perder la propia voz, como índice onto-teológico de la soberanía del sujeto, fuera la primera condición para dejar hablar al subalterno?



Los otros, claro está, tampoco reconocen esta voz que la testosterona induce. El teléfono ha dejado de ser un fiel emisario para convertirse en un traidor. Llamo a mi madre y ella contesta: “¿Quién está ahí? ¿Quién es?” La ruptura del reconocimiento hace ahora explícita una distancia que siempre existió. Yo hablaba y ellos no me reconocían. La necesidad de verificación pone a prueba la filiación. ¿Soy realmente su hijo? ¿Fui alguna vez realmente su hijo? A veces cuelgo porque temo no ser capaz de explicar lo que ocurre. Otras digo: “soy yo”, e inmediatamente después añado “estoy bien”, como para evitar que la duda o la alerta se antepongan a la aceptación.


Una voz que no era hasta ahora la mía busca refugio en mi cuerpo y se lo voy a dar. Viajo ahora constantemente, estoy una semana en Estambul, otra en Kiev, o en Barcelona, Atenas, Berlín, Kassel, Frankfurt, Helsinki, Stuttgart… El viaje traduce el proceso de mutación, como si la deriva exterior intentara relatar el nomadismo interno. Nunca me despierto dos veces en la misma cama… ni en el mismo cuerpo. Por todas partes se oye el rumor de la batalla entre la permanencia y el cambio, entre la identidad y la diferencia, entre la frontera y el oleaje, entre los que se quedan y los que están obligados a partir, entre la muerte y el deseo.


Esta voz aparentemente masculina recodifica mi cuerpo y lo libera de verificación anatómica. La violencia epistémica del binarismo sexual y de género reduce la radical heterogeneidad de esa nueva voz a la masculinidad. La voz es el amo de la verdad. Recuerdo entonces la posible raíz común de las palabras latinas “testigo” y “testículo”. Sólo el que tiene testículos puede hablar frente a la ley. Del mismo modo que la píldora indujo una separación técnica entre heterosexualidad y reproducción, el Ciclopentilpropionato, la testosterona que ahora me inyecto intramuscularmente, independiza la producción hormonal de los testículos. O por decirlo de otro modo: “mis” testículos —si por ello entendemos el órgano productor de testosterona— son inorgánicos, externos, colectivos y dependen en parte de la industria farmacéutica y en parte de las instituciones legales y sanitarias que me dan acceso a la molécula. “Mis” testículos son una pequeña botella con 250 mg de testosterona que viaja en mi mochila. No se trata de que “mis” testículos estén fuera de mi cuerpo, sino más bien que “mi” cuerpo está más allá de “mi” piel, en un lugar que no puede ser pensado simplemente como mío. El cuerpo no es propiedad, sino relación. La identidad (sexual, de género, nacional o racial…) no es esencia, sino relación.


Mis testículos son un órgano político que hemos inventado colectivamente y que nos permite producir de forma intencional una variedad de masculinidad social: un conjunto de modalidades de encarnación que por convención cultural reconocemos como masculinas. Al llegar a mi sangre, esa testosterona sintética estimula la hipófisis anterior y el hipotálamo y los ovarios dejan de producir óvulos. No hay sin embargo producción de esperma, porque mi cuerpo no posee células de Sertoli ni túbulos seminíferos. Imagino que probablemente no esté tan lejano el día en el que estos puedan ser diseñados por una impresora 3D a partir de mi propio ADN. Pero de momento, dentro de nuestra episteme capitalo-petro-lingüística, mi identidad trans tendrá que hacerse con un bricolaje mucho más low-tech. Si hubiéramos dedicado tanta investigación a comunicar con los árboles como hemos dedicado a la extracción y el uso del petróleo quizás podríamos iluminar una ciudad a través de la fotosíntesis, o podríamos sentir la sabia vegetal corriendo por nuestras venas, pero nuestra civilización occidental se ha especializado en el capital y la dominación, en la taxonomía y la identificación, no en la cooperación y la mutación. En otra episteme, mi nueva voz sería la voz de la ballena o el sonido del trueno, aquí es simplemente una voz masculina.


Cada mañana, el tono de la primera palabra pronunciada es un enigma. La voz que habla a través de mi cuerpo no se acuerda de sí misma. Tampoco el rostro mutante puede servir como un lugar estable para que la voz busque un territorio de identificación. Esa voz cambiante no es ni simplemente una ni simplemente masculina. Por el contrario, declina la subjetividad en plural: no dice yo, dice somos el viaje. Quizás sea eso lo que quede del yo occidental y de su absurda pretensión de autonomía individual: ser el lugar en el que se deshace y rehace la voz, el sitio, habría dicho Derrida, desde el que se opera la desconstrucción del fono-logo-falo-centrismo. Desposeído de la voz como verdad del sujeto y sabiendo que los testículos son siempre un aparato social prostético, me siento un cómico caso de estudio derridiano y me río de mí mismo. Y al reírme noto que la voz salta en mi garganta.


Fuente:

Parole de Queer





Entrevista a PAUL B.PRECIADO: DO YOU SWALLOW?


dr. elephant

martes, junio 30, 2015

Rociados










Mientras en Filipinas los niños pez realzan un voto recordatorio por las especies próximas a extinguirse, acá en Buenos Aires, a unos ciento y pico de kilómetros hacia el oeste, una avioneta pequeña y colorida ha despuntado como un corso por arriba de la alameda y lanza su habitual pesticida sobre los campos de soja linderos a una escuela rural, de caminito anegado cada vez que llueve; para esta vuelta, la avioneta a hélice que relumbra en rojofuego, no elude el establecimiento y atraviesa a vuelo rasante el patio de tierra apisonada donde juegan algunos chicos y conversan de recreo dos maestras. El rociado apestoso hace lo suyo, moja caras, mocos, ojos, bocas y del silencio al grito sólo unos motores que se alejan; para la misma noche se sabe que las consecuencias son graves y en la mañana siguiente que los trámites de amparo son imposibles por interminables.
El punto, siempre en movimiento hasta librarse de la línea, discurre primero al agua intomable que se bebe a diario, luego a las ocurrencias henchidas de aquel que defiende lo que amarroca en su gestión intendencial para esta comunidad ínfima y sometida; insidioso, frente a hechos y quejas repetidas como rosarios, el hombre insiste en cavar pozos más hondos que agujereen el planeta -¿acaso no pueden, inútiles?-; más tarde incita a comprar los purificadores de agua que fabrica el pueblo –todos saben que la fábrica trajo puestos, pan digno, dientes y también saben que entre los puestos dados, uno es de él: puesto de dueño, dueño sin cartel, asociado a un sojero de la zona vecina-; impotentes y furiosos son puñado y cortan una ruta provincial, bacheada, sinuosa, hasta que un par de camiones les pasa por encima; otra vez son máquinas de otros los que se llevan la cosa y el punto que lastra deja una estela parecida a una pregunta: fue la avioneta o la maniobra (¿dirían que no es lo mismo?) esos motores resuenan a algo que no distingue entre peste y gente. Pareciera que la fórmula de la violencia hoy asume una carencia de sujeto pavorosa, en ese campo social hay peste contra pesticidio.

vanesa guerra
publicado en diario tiempo argentino
http://tiempo.infonews.com/nota/156135/rociados
dr. elephant

sábado, mayo 23, 2015

La sociedad del cansancio. Byung Chul Han Por Ana March.


La sociedad del cansancio. Byung Chul Han 

Por Ana March. 





El suicidio causa más muertes anuales que las que suman en conjunto las guerras y los homicidios. La Organización Mundial de la Salud estima que para el año 2020 la cifra anual de personas que deciden poner fin drásticamente a su existencia aumente a un millón y medio de personas. Así mismo las enfermedades neuronales, la depresión, el trastorno por déficit de atención con hiperactividad, el trastorno límite de la personalidad o el síndrome de desgaste ocupacional, entre otras, se han vuelto el mayor problema de salud de nuestro tiempo, con índices que deben ser entendidos como los de una gran pandemia global.
El filósofo coreano Byung-Chul Han, en su libro ‘La sociedad del cansancio’ (convertido en un inesperado best seller en Alemania, y editado en España por Herder Editorial en 2012), explora la sutil interacción entre el discurso social y el discurso biológico tomando como base la permeabilización que se efectúa entre ambos, para denunciar un cambio de paradigma que, según explica, está pasando inadvertido. Su teoría va más allá del trabajo de filósofos como Roberto Espósito o Jean Baudrillard, quienes ya habían explorado esta interconectividad y a quienes Byung-Chul Han refuta, preconizando que ya no vivimos en una sociedad inmunológica, sino que la violencia inmanente al sistema es neuronal y, por tanto, no desarrolla una reacción de rechazo en el cuerpo social

La violencia neuronal 

Toda época tiene sus enfermedades emblemáticas. Así, existe una época bacterial que, sin embargo, toca a su fin con el descubrimiento de los antibióticos. A pesar del manifiesto miedo a la pandemia gripal, actualmente no vivimos una época viral. La hemos dejado atrás gracias a la técnica inmunológica. El comienzo de siglo XXI, desde un punto de vista patológico, no sería ni bacterial ni viral, sino neuronal”, escribe Byung-Chul. Según se desprende de ‘La sociedad del Cansancio’ el siglo pasado puede definirse desde su propia perspectiva inmunológica: entonces existía una clara división entre el adentro y el afuera, el enemigo y el amigo o entre lo propio y lo extraño. También la guerra fría obedecía a este esquema. El paradigma inmunológico estaba dominado por completo por el vocabulario de la guerra fría, es decir, se regía conforme a un verdadero dispositivo militar. Ataque y defensa determinaban no solo la acción del organismo en el campo biológico sino también el comportamiento del conjunto de la sociedad. Lo extraño era rechazado aunque no encerrara en sí mismo ninguna intención hostil. El objeto de resistencia, tanto en lo biológico como en lo social, era la extrañeza. Con el fin de la guerra fría, explica Byung-Chul Han, paradójicamente, se da también un cambio de paradigma inmunológico en el seno mismo de la biología: la inmunóloga norteamericana Polly Matzinger rehúsa el concepto de “propio y extraño” y desarrolla un nuevo modelo en el cual define que el comportamiento del organismo diferencia entre “amistoso y peligroso”. Lo que significa que la resistencia inmunológica no se basa en la extrañeza, sino que distingue al intruso que se comporta de manera destructiva en el interior del organismo, y lo rechaza, pero mientras lo extraño no llame la atención en este sentido, la resistencia inmunológica no lo afecta. La idea de Matzinger develó que el sistema inmunitario biológico es más generoso de lo que hasta entonces se pensaba, pues no conoce ninguna xenofobia, manifestando que la antigua concepción de propio y extraño, de ataque y defensa, se correspondía con una reacción exagerada e incluso nociva para el propio desarrollo. Ahora bien, atendiendo a lo que nos dice Byung-Chul Han, este cambio de paradigma en lo biológico también tuvo su correspondencia en el plano social. Desde el fin de la guerra fría la sociedad se ha sustraído a la idea de la “otredad” sustituyéndola por la inofensiva “diferencia”. La extrañeza ha desaparecido, el nuevo esquema de organización ha dejado atrás al sujeto inmunológico convirtiendo al individuo en consumidor y turista de lo exótico. Así, la negatividad que era el rasgo fundamental de la inmunidad, de lo otro como negatividad, es reemplazado por la dialéctica de la positividad y su “totalitarismo de lo idéntico”, como lo definió Baudrillard, marcada por la desaparición de la singularidad, la proliferación de la homogenización y la equivalencia, así como por una sobreabundancia de los sistemas de comunicación, información y producción, que no generan una reacción de rechazo inmunológico en la sociedad, así como la obesidad no produce una reacción inmunitaria en el organismo. La diferencia soberana que distinguía lo uno de lo otro ha desaparecido y ahora lo que impera es lo idéntico. Es en la sobreabundancia de lo idéntico, en ese exceso de positividad que no crea anticuerpos, no genera ningún rechazo ni implica ninguna negatividad, donde Byung-Chul Han encuentra las razones para explicar la proliferación de los estados patológicos neuronales. La violencia hoy ha dejado de responder a los esquemas inmunológicos virales de lo propio y lo extraño, como la planteaba Baudrillard. La violencia hoy es neuronal e inmanente al sistema, sentencia el autor, quien atribuye al “superrendimiento”, la “supercomunicación” y la “superproducción” actual las razones que generan un colapso del Yo, en lo que denomina “infartos psíquicos”. Atendiendo a ‘La sociedad del cansancio’ el agotamiento, la fatiga, la sensación de asfixia son manifestaciones de esa violencia neuronal que se ve proyectada desde el corazón mismo del sistema y se infiltra por todas partes en una sociedad permisiva y pacífica. La positivización del mundo ha permitido esta nueva forma de violencia. Al encontrar el espacio de lo idéntico libre de negatividad, sin ninguna polarización entre amigo y enemigo, entre adentro y afuera, se constituye una forma de terror de la inmanencia. 

Más allá de la sociedad disciplinaria 

Según explica Byung-Chul Han la sociedad disciplinaria de Foucault, con sus cárceles, hospitales y psiquiátricos ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día. Una nueva sociedad de gimnasios, torres de oficina, laboratorios genéticos, bancos y grandes centros comerciales componen lo que el autor denomina la sociedad de rendimiento. El anterior “sujeto de obediencia” ha sido reemplazado por el “sujeto de rendimiento”. Aquellos viejos muros que delimitaban lo normal de lo anormal y toda la negatividad de la dialéctica que encerraba la sociedad disciplinaria han caído, hoy la sociedad positiva de rendimiento ha reemplazado la prohibición por el verbo modal “poder”, con su plural afirmativo “Yes, we can”. Las motivaciones, el emprendimiento, los proyectos y la iniciativa han reemplazado la prohibición, el mandato o la ley. Según se explica en el libro la antigua técnica disciplinaria con su esquema de prohibición, después de cierto punto de productividad alcanza un límite bloqueante e impide un crecimiento de la producción. Con afán de maximizar la producción -algo al parecer inherente al inconsciente social-, se ha reemplazado el paradigma disciplinario por el de rendimiento. La positividad de “poder” es más eficiente que la negatividad del “deber”. De este modo el inconsciente social ha pasado del deber al poder, pero sin anularse uno a otro, esto es, como una continuidad: el sujeto de rendimiento sigue disciplinado. En su trabajo La fatiga de ser uno mismo. Depresión y sociedad’, A. Ehrenberg situó la depresión como consecuencia del paso de una sociedad disciplinaria a una sociedad de rendimiento, esto es, debido a la desaparición de los roles que otorgaba la sociedad de control y la posterior inducción a la iniciativa personal que obliga a devenir por uno mismo. En este planteamiento Byung-Chul Han ve discutible el que no se haya reparado en la presión por el rendimiento a la que se ve sometido el individuo actualmente, “en realidad, lo que enferma no es el exceso de responsabilidad e iniciativa, sino el imperativo del rendimiento como nuevo mandato de la sociedad de trabajo tardomoderna”, y su libertad paradógica. 

El sujeto de rendimiento 

El sujeto de rendimiento se encuentra en guerra contra sí mismo, sentencia Byung-Chul. Libre de un dominio externo que lo obligue a trabajar o lo explote, sometido sólo a sí mismo, “el sujeto de rendimiento se abandona a la libertad obligada o la libre obligación de maximizar su rendimiento. El exceso de trabajo se agudiza y se convierte en autoexplotación. Esta es mucho más eficaz que la explotación por otros, pues va acompañada de un sentimiento de libertad”. El exceso de positividad también ha variado la estructura y la economía de la atención, la superabundancia de estímulos e informaciones ha provocado la fragmentación y la dispersión de la percepción. Esta fragmentación o atención “multitasking” (multitarea) a la que se somete el sujeto contemporáneo es una capacidad que no solo aparece en el ser humano, explica el autor, sino que está ampliamente extendida en los animales salvajes. El multitasking es una técnica de supervivencia vital en la selva: un animal salvaje debe estar atento en todo momento a los diferentes elementos de su entorno para evitar ser devorado por otros depredadores. Esto imposibilita sumergirse en la contemplación. La capacidad de atención profunda y contemplativa, de la cual descienden los grandes logros de la humanidad, está siendo reemplazada progresivamente por la hiperatención y la hiperactividad. La agitación permanente, la supremacía de la vida activa que es ampliamente alabada en la sociedad de rendimiento no genera nada nuevo, reproduce y acelera lo ya existente, escribe Byung-Chul Han. La histeria y el nerviosismo imperante de la moderna sociedad activa, necesita a su vez del dopaje para un rendimiento sin fricciones: “La sociedad del rendimiento, como sociedad activa, está convirtiéndose paulatinamente en una sociedad de dopaje”, a lo que agrega que el uso de drogas inteligentes, que posibiliten el funcionamiento sin alteraciones y maximicen el rendimiento, es una tendencia bien argumentada incluso por científicos serios que ven hasta irresponsable el no hacer uso de tales sustancias. El ser humano en su conjunto, no solo el cuerpo, se está convirtiendo paulatinamente en una “máquina de rendimiento”. “El cansancio de la sociedad de rendimiento es un cansancio a solas, que aísla y divide” concluye el autor. “Estos cansancios son violencia, porque destruyen toda comunidad, toda cercanía, incluso el mismo lenguaje.” Atormentan con la imposibilidad de mirar y con la mudez. Utilizando el Ensayo sobre el cansancio’ de P. Handke, Byung-Chul Han teoriza sobre el cansancio del Yo que agotado se convierte en permeable para el mundo y desarma y afloja la atadura de su identidad. Las cosas se le vuelven más imprecisas, más permeables y pierden algo de determinación. El cansancio de la potencia positiva, por agotamiento, incapacita, confiere indiferencia y esta especial indiferencia otorga a los cansados un aura de cordialidad. Suprimiendo la rígida delimitación que divide unos de otros, este cansancio hace posible una comunidad que no necesite de pertenencia ni parentesco, unida por una profunda afabilidad, por un cordial levantamiento de hombros. De esta manera, “la sociedad venidera podría denominarse sociedad del cansancio”.

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(Una vez más dr. elephant ha subrayado aquello que le parece necesario recordar o poner a debate; una de las ideas que cae desde esta lectura que Ana March propone es que desestimar la experiencia de la otredad -corazón Real de la diferencia- es bloquear, incluso desmentir la experiencia del sujeto. Dicho de otro modo- y para esta vuelta lo formulamos como una pregunta: si hay sujeto ¿no es necesaria la experiencia real de la otredad? La idea de un sujeto cansado es lo más cercano a un no sujeto. V.G. mayo 2015)

lunes, abril 27, 2015

Piedras abajo - Mario Capasso


Piedras abajo

Mario Capasso

Cae la llovizna y el hombre, que ya ni repara en ella, apostado en la terraza, con el cuerpo levemente inclinado hacia la derecha, apunta con su arma a uno de los que ahí abajo, en la calle, no se queda quieto ni un momento y coloca una piedra tras otra. Si al menos se detuviera un instante, si cualquiera de ellos se detuviera un instante, se ilusiona el hombre del arma, que sacude la cabeza para desprenderse de las gotitas y que enseguida se pregunta si él entonces tendría el valor o la suerte de disparar. ¿Y si tuviera alguna de esas cosas? ¿Y si además acertara con el tiro justo y derribara a alguno por la vía de un balazo en la frente? ¿Qué pasaría entonces? ¿Qué harían los otros? Los otros, sí, los que no ha podido contar de tan iguales y construyen ese empedrado bajo la llovizna que no cesa y el cielo que nunca aclara. Confusamente reconoce no saberlo, el hombre del arma apunta y no acierta con las respuestas, y tampoco sabe, o no lo recuerda ahora, cuándo fue que empezó todo, y todo es este presente en el que los de "la cuadrilla", como él llama al grupo, van colocando una piedra y luego otra y otra más y sin embargo la construcción parece no avanzar, como si cada piedra reemplazara a una anterior y así. Y así. Entonces el hombre en la terraza, que ha pensado todas estas cosas, que ha dejado de apuntar, que ha colocado el arma en el piso, apoyada contra la pared, lanza al aire un resoplido y repite el gesto de sacudir la cabeza, trata de fijar mejor la vista, intenta concentrar su atención y comprender los movimientos de los que están ahí abajo, en la calle, y una vez más no lo logra, falla como ha venido fallando hasta ahora. Tiene al menos una certeza, y eso lo tranquiliza un poco, pues los de "la cuadrilla", como él los llama, jamás elevarán la vista para mirarlo, la experiencia de esas jornadas se lo ha enseñado, porque ellos permanecen más bien distantes, indiferentes, lo ignoran o quizá simulan ignorarlo, y eso que alguna vez les ha gritado, si hasta los insultó aquella tarde de hace algunas semanas, pero ellos siguieron y siguen reconcentrados en su trabajo diurno. Diurno sí, porque durante las noches. Las noches ahí abajo son otra cosa, esa es la verdad, pero, se dice enseguida, mejor no pensar ahora en lo que será la noche, y menos justo ahora que la hija ha subido y le ha traído una taza con café o algo que debería parecerse, la hija no debe ni siquiera sospechar lo que sucede durante las noches allí abajo. Abajo, el insoportable abajo de las noches, cuando la oscuridad es casi total, apenas casi, porque la luz de la luna, aun con las nubes, le permite entrever lo que pasa en la calle y es terrible y, pero basta ya de pensar en eso, que la hija se moja también y le está preguntando algo y él en lugar de contestar le pregunta si ha dormido bien, y también si ha estudiado, y la hija parpadea y se encoge de hombros y dice para qué, y agrega que mamá ha dicho que le diga matalos, decile a tu papá que los mate, que los mate a todos, que hoy, que eso ha ordenado su madre, y el que hoy vuelve a sonar, implacable, definitivo. Entonces el hombre expulsa un suspiro, mira hacia las otras terrazas, y se da cuenta o acaso apenas intuye que ya no habrá un disparo para absolverlo, que ya los otros han dejado de vigilar y de apuntar a los de "la cuadrilla", como él los llama, o tal vez quede todavía alguno en algún lugar que él no alcanza a observar, eso podría ser, se esperanza, eso podría ser, se repite, y así entonces quizás podría surgir de alguna otra parte el fogonazo salvador, el movimiento que pusiera en juego una ficha nueva en ese tablero en el que los de abajo ponen piedras en la calle y los de arriba vigilan y apuntan y no hacen fuego y esperan, eso si es que a esta altura queda alguno, alguno como él, que no se va a dar por vencido, y cuando se da vuelta y quiere decirle algo la hija se ha marchado y la llovizna sigue, entonces agarra la taza y bebe el café, que a todo esto se ha enfriado, cada gota se ha puesto más negra y se ha enfriado en ese invierno que parece no irá a terminar jamás, mientras el ruido de las piedras abajo sigue. De un trago, o dos, no más, el hombre ha bebido y ya está de nuevo apuntando, o más bien tratando de apuntar a la cabeza de alguno que, hijo de puta, no se queda quieto ni un instante, ni uno, y se agacha y coloca una piedra y luego otra y él intenta tenerlo en la mira y tal vez un solo tiro bastaría. Así las horas de la mañana pasan y pasan, como piedras.
Ahora es el mediodía, deduce el hombre en la terraza, abajo nada ha cambiado pero ha subido su mujer siempre con el mismo vestido y le ha traído algo para que coma. Es lo que hay, le ha dicho o es lo que él ha creído oír. La mujer se ha quedado algo alejada, no se asoma para nada a la calle y permanece algo rígida y lo mira, y cuando él mueve los labios ella abre la boca y le dice matalos, qué esperás para matarlos, no ves acaso lo que va a pasar si vos no los matás de una vez por todas, y cuando el hombre escucha las palabras, antes de que las palabras se terminen, deja de apuntar y apoya el arma a su derecha, contra la pared, y comienza a dejar que el pan se moje en su mano, el pan que le han traído, uno sólo hoy, apenas uno y tan breve, piensa, aunque no pregunta nada y el pan se moja en la lluvia que no cesa, y el hombre le dice a la mujer por qué no me trajiste ropa seca, y la mujer se da media vuelta y se aleja, y ya casi desaparece pero antes le dice te dije bien clarito que los mataras, y escupe con violencia y dice otra vez yo te lo dije y se va. La mujer ya no está y el hombre mira la terraza vacía y casi no la reconoce, tal vez por la bruma que crea la llovizna y que desdibuja todas las cosas. Luego come, despacio, el pan entra mojado en el cuerpo mojado. El cielo sigue igual y la llovizna sigue igual. El hombre termina de masticar sin apuro ese pan que le han traído y ahora le duelen las piernas, por momentos el dolor se le mezcla con el recuerdo del dolor, tal vez el de hace un rato cuando aún no se había dado cuenta que las piernas le dolían, o quizás el de hace unos años, cuando los dolores todavía no se le mezclaban. Trata de olvidar el dolor y se asoma y allí están nomás, las piedras, los hombres moviéndose y el paisaje de las piedras infinitas, y uno de los hombres ahora se está secando la frente con un trapo, guarda el trapo en el bolsillo y parece que va a mirarlo a él, pero no, se da vuelta apenas un poco y en apariencia habla con el que está al lado, y el que está al lado sonríe, asiente con la cabeza y no dice nada y se agacha y coloca una piedra, otra piedra que no agrega nada.
Es noche ahora y la llovizna sigue. Las piedras están quietas. Las mujeres han llegado y los hombres de "la cuadrilla", como él los llama, comienzan a meterse en ellas, que van pasando de mano en mano, de cuerpo en cuerpo, una tras otra, y las mujeres se dejan caer una tras otra. Hasta el ruido de la noche es similar al que se escucha durante los días, un ruido seco y duro, y él que no cede, allí arriba, en la terraza, empapado en lluvia y sudor, sin descanso posible espera que su mujer o su hija le alcancen algo para comer y alguna ropa seca. Mientras tanto, fuerza la vista y ni siquiera alcanza a distinguir aunque sea una de las caras de las mujeres, al menos una de las que cada vez parecen ser más y más, es así, no hay vuelta que darle, como si cada noche alguna se sumara, o más de una. Pero las caras se le borronean sin remedio en el interior de la neblina mientras él se sigue mojando ahí arriba y ya hace rato que no apunta, no apunta y oye las risas de los hombres de abajo, que parecen esta noche renovarse y festejar algo, como si a la fiesta hubiera llegado el último invitado. El que permanece arriba sufre con las risas de los hombres que no dejan de moverse y de penetrar en las mujeres y no lo miran nunca.
Ha sido una noche terrible, piensa el hombre, quizás la peor que le ha tocado presenciar, pero en algún impreciso momento advierte que por suerte ha terminado, un leve cambio en la luz del amanecer, o tal vez la señal haya sido el hecho de que las mujeres ya no están en la calle y están las piedras, lo que para el de arriba es casi lo mismo, salvo por las risas y el jadear de los hombres, porque el ruido es siempre igual, un ruido seco y duro, de piedras o de mujeres que se van incrustando. Y entonces, aunque llueve igual que los otros días y el cielo sigue tan oscuro como siempre y las horas han pasado tan iguales, el hombre se da cuenta de que algo ha cambiado. La hija no ha subido, y no hay café esa mañana y hay más viento, un viento arremolinado que lo hace tiritar. Y pensar. Tendría que disparar, ahora, ¿qué puede pasar?, o a lo mejor convendría esperar, ¿qué podría pasar?, con apenas un tiro la pesadilla habrá terminado, o comenzará a terminarse, se dice, pero no dispara, no dispara y las horas del día transcurren con los minutos cada vez más pesados, una carga por momentos insoportable, se dice, y encima nadie le ha traído ni bebida ni comida ni ropa seca, y que no importa, se dice el hombre en la terraza, no importan ni el frío ni el hambre ni el cansancio, ya nada tiene la menor importancia, ni siquiera el viento y la llovizna, se dice. Él no se va a dar por vencido, jamás, y apenas alguno se quede quieto apuntará bien y apretará el gatillo, se dice. Están atrapados, se dice.

del libro: Piedras heridas. Mario Capasso. Editorial Corregidor, 2005. págs 9-12



El libro Piedras Heridas obtuvo el 2do premio del Fondo Nacional de las Artes en 2003, Argentina.

dr. elephant

sábado, abril 18, 2015

Moralidades y comportamientos sexuales. Argentina 1880-2011 (Biblos), Dora Barrancos, Donna Guy y Adriana Valobra


Los vaivenes de la moral nacional

(entrevista a Dora Barrancos)


Entrar en el libro Moralidades y comportamientos sexuales. Argentina 1880-2011 (Biblos), que compilaron Dora Barrancos, Donna Guy y Adriana Valobra, es como adentrarse en un camino sinuoso a lo largo de poco más de un siglo donde no hay evolución sino devenir por el suelo barroso de lo aceptado y lo condenado, de lo estigmatizado y lo socialmente reconocido en materia de goces y costumbres que se marcan y se desmarcan del binomio masculino/femenino para poner en primer plano la rebelión constante –aun silenciada en algunos tramos– por conquistar la soberanía de los cuerpos, soberanía que en el caso de las mujeres está todavía conculcada por la penalización del aborto. En esta entrevista, Barrancos habla de esta historia particular y de los claroscuros que todavía conviven en un país donde hay, por ejemplo, una ley de identidad de género pero a la vez, en ciertas regiones, se siguen aplicando edictos policiales en nombre de una moral heterosexista y patriarcal.
Es como irse de viaje. Moralidades y comportamientos sexuales. Argentina 1880-2011, compilado por Dora Barrancos, Donna Guy y Adriana Valobra (Biblos), reúne una colección de textos que empieza con la sexualidad de las mujeres que vivieron en los cacicazgos pampeanos y patagónicos en la segunda mitad del siglo XIX, mostrando el poder comunal que ellas practicaban a través del erotismo, la medicina, la farmacopea, la magia, la reproducción y la hospitalidad, pero también las consecuencias de cuando ellas se convirtieron en botín de guerra de la conquista. De ahí al nomadismo de las prostitutas (analizado en los prontuarios policiales de Rosario) y el nomadismo de sus nombres (Germaine y Luisa eran los más exitosos, pero también Lola, Fany, Odette e Ivonne). Luego vienen los médicos: cuidar el útero y los ovarios es cuidar la Nación. Sin embargo, hay un underground urbano popular que se desmarca de la moral sexual de las clases bajas que proponía la medicina y que describieron Gino Germani y José Luis Romero: más bien Buenos Aires era lugar, a principio de siglo, de sexo en las calles y en los parques y los folletines burlaban a los varones que se entregaban a “hacer la mineta” (cunnilingus). Pero también hay historias trágicas: los suicidios en los burdeles. Y la estigmatización: como decía la revista Feminil en 1925, para ser feminista hay que ser fea y estar bastante frustrada y vieja. La opción era convertirse en “reina del hogar”, un ideal de domesticidad capaz de estabilizar la apertura al mundo obrero para aquellas mujeres que se integraban a las fábricas de cigarrillos, textiles, calzado y alimentos. Y sí, en medio de los cambios de época, se daba crédito a las fragilidades en las lealtades amatorias, las parejas tenían la opción de cruzar el charco y matrimoniarse en Uruguay, donde se guardaban la posibilidad revocatoria y, con ello, un mayor margen de autonomía. La preocupación por los desvíos, mientras tanto, iba en aumento. Ya en los años ’50, el ministro de Salud Ramón Carrillo sistematizó las “perversiones del instinto de reproducción”: por exaltación (erotomía, ninfomanía, ilusión delirante), por deficiencia (frigidez e impotencia), por inversión (uranismo, tribadismo y pederastia) y por sustitución (bestialidad, necrofilia, onanismo, exhibicionismo, fetichismo y amor felatrix). Fue en la misma década también donde se da la primera experiencia clínica de diagnóstico y orientación en materia sexual a cargo del médico inspector de la Dirección Nacional de Sanidad Escolar José Opizzo. Por su lado, las mujeres que deseaban a otras mujeres podían refugiarse en el Tigre, una suerte de zona liberada, o encontrarse en fiestas y lidiar con la policía y la sanción social con recursos de clase bien diferenciados. En paralelo y sin descanso, la tematización del onanismo será una cruzada de la Iglesia y se retroalimentará con los gobiernos autoritarios: la misión era excluir todo goce improductivo, autónomo y sin objetivo social. Mientras, la inmoralidad del clero aparecía en los medios (el caso Massolo fue uno de los más renombrados: un cura que en los ’50 asesina brutalmente a su mujer, madre de sus tres hijos, mantenidos en secreto). El celibato como camuflaje de una sexualidad voraz de los religiosos aparecía entonces y retorna en las últimas décadas con el abuso sexual de menores.

Pero llegaron los años ’70 y el erotismo y la experimentación amorosa se montaron en la izquierda armada. A la virilidad guerrillera de Estrella Roja, el periódico del ERP, se sumaba la gráfica de El Descamisado, órgano de prensa de Montoneros, pero más allá de las doctrinas, las vidas intensas de la militancia joven implicaban lazos fluidos en medio del peligro, no sin conflictos dentro de las organizaciones. En los primeros años ’80, y especialmente con la vuelta de la democracia, empiezan a nutrirse los circuitos nocturnos, como forma de salir de a poco del terror en los cuerpos. Y, mucho más acá, están las leyes. La que se logró: la innovación de la Ley de Identidad de Género (2012) es analizada como desafío a la imaginación jurídica a partir de las experiencias trans. El debate por la Ley de Salud Reproductiva y Procreación Responsable motorizado de manera militante por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito sigue abierto. La doble moral sexual está presente, como dice el libro en su cierre, en la construcción de los derechos civiles de las mujeres desde el siglo pasado a nuestros días, como “escena fundadora” de sujetas que siempre intentan ser sujetadas: aun así, la erosión del orden patriarcal se hace palpable como un largo camino que seguimos transitando. Su piedra fundamental son las miles de mujeres que siguen muriendo por abortos clandestinos.

De ese viaje, de largo aliento, conversamos con una de sus organizadoras: Dora Barrancos, pampeana de nacimiento, recibida de socióloga en 1968 en la Universidad de Buenos Aires, exiliada durante la dictadura en Brasil. Es allí donde entra en contacto con el movimiento feminista, las lecturas de Michel Foucault y realiza estudios en historia. De regreso al país, empieza sus investigaciones sobre el anarquismo y el socialismo. Entre sus libros más importantes se destaca Mujeres en la Sociedad Argentina. Una historia de cinco siglos. Fue diputada por la Ciudad de Buenos Aires, donde el año pasado ha sido declarada ciudadana ilustre. Actualmente es directora del Conicet en representación de las Ciencias Sociales y Humanas.

¿Cómo se asocia moralidad y sexualidad en la historia argentina del último siglo largo?

–Siempre diremos que la moralidad convencional toma una forma tan canónica que es un imperativo. Y en realidad esa moralidad convencional es desde siempre la heterosexualidad obligatoria y una condena sobre la homosexualidad y/o las sexualidades disidentes. En realidad, la sexualidad misma ha sido paramétricamente ocultada. La sexualidad se pone a tono con la tarea historiográfica de manera muy reciente. Esto no significa que no hubiera antecedentes, incluso muy anteriores al propio Foucault. Por ejemplo, el caso de (Eduard) Fuchs es extraordinario, alguien que hizo de manera precursora de la historieta un objeto de análisis y a quien el propio Benjamin le ha reconocido méritos. Fuchs era negligentemente soportado porque era una gran bizarría. Ahora, la sexualidad convencional ha sido fuertemente retada porque aparece la agencia por los derechos sexuales. En realidad, la agencia por estos derechos tiene mucho que ver con el cauce feminista. Pero esto es paradójico porque el cauce feminista en sus inicios es canónicamente moral convencional. Sería imposible pedirles a nuestras feministas antecedentes que pensaran en los derechos de las sexualidades. De la misma manera que no se permitían ninguna perspectiva sobre lo erótico personal. Más bien, lo que ocurría era que un patriarcado ferozmente asediador de la condición femenina, abusador de la sexualidad femenina –y digo abusador en el sentido más estricto–, no habilitaba converger en un sentido de registro erótico. El erotismo estaba ausente del feminismo porque era una mala señal para sexualidades tan restrictas como las del siglo XIX.

¿Cuándo hay diásporas y discontinuidades respecto de esta moralidad?

–Solamente el feminismo de la segunda ola va a disponer de unos canales capaces de derecho al uso erótico de su cuerpo. Y luego vino el planteo de las disidencias en torno de los retos a la sexualidad hegemónica, que era una sexualidad por la cual había un desafío al patriarcado de entonces. Es lo que Judith Butler nos recuerda permanentemente. El reto butleriano no es al patriarcado, es al feminismo. También Teresa De Lauretis tuvo una cuestión precursora en este sentido que me gustaría señalar. Las sexualidades disidentes han estado vetadas, aunque obviamente en el largo período que tratamos siempre ha habido sexualidades disidentes. Aun si siempre ha habido formas de tapar la sexualidad por la moralina convencional, también siempre ha habido insurgencias que, desde luego, se han pagado caro. Yo no creo para nada –como por ejemplo lo plantea Salessi– que haya habido un campo moral especialmente dedicado a la homosexualidad. La masturbación era más punible en todo caso desde el punto de vista pedagógico. Desde luego, las condenas a la homosexualidad se hicieron más fuertes entonces, pero como condena social. Aquí disiento con la argumentación de que en el siglo XIX aumentó la penalidad. En algunos lugares, como es el caso de Inglaterra, se impuso la penalidad, pero hay que tener en cuenta que al Parlamento le costó mucho sancionar la homosexualidad. Sobre todo porque era una práctica standard de todo el sistema educativo oficial. Podía no querer ser vista pero era absolutamente evidente y conocida. Estoy convencida de que el panorama no era tal que propiciara un clímax homofóbico que llegara al aumento de penalizaciones. Pero sí efectivamente creo que se expandió la condena social y, en Argentina, especialmente entre las capas medias.

Estamos hablando de homosexualidad masculina, ¿verdad?

–Claro. Diferente es el caso de la homosexualidad femenina. Podía no ser vista, podía no ser condenada porque, por ejemplo, que dos mujeres estuvieran viviendo juntas en una casa y que se cuidaran era un reflejo más de la condición femenina de los cuidados y de la pasividad. Desde luego que no se me escapa que la homosexualidad femenina era más condenada que la masculina, porque era más bizarra y porque era considerada como un fraude: ¡parecían amigas y no lo eran! Es la idea del engaño social. Además, creo que el lesbianismo pudo asomarse con dentadura, con hincamiento propio, sólo recientemente. Como colectivo, apenas un poco antes que nuestras amigas las travestis.

¿Por qué?

–Porque evidentemente la homosexualidad masculina recibió menos hostilidad. Sobre todo en varios momentos, cuando en las clases altas estaba más consentida. Pero creo que con el lesbianismo todavía hay hostilidad. No es lo mismo entre las adolescentes jóvenes de clase media. Aunque también conozco chicas de las clases populares cuyas familias no las hostilizan. Pero si tuviera que conjeturar, digo que hoy las chicas lesbianas son mucho más objeto de hostilidad que los pibes homosexuales. Todavía persiste esa idea de que el lesbianismo es simbólicamente más fraudulento. Pero aún no tenemos trabajos antropológicos o sociológicos actuales sobre la homofobia y la lesbofobia.

Esa disrupción que marcaste con el feminismo de la segunda ola, ¿cómo se daba en Argentina esa apertura más allá de las moralidades convencionales?

–Creo que en Argentina aparece con la recuperación democrática porque en realidad mi propia generación no estaba atenta a esto. No éramos feministas. Teníamos una mirada progresista respecto de ciertos vínculos. No recuerdo un grupo que haya sido altamente censurador pero éramos... cómo decirlo... mi generación era comprensiva pero no dispuesta a ninguna labor especial de reconocimiento de nuestras compañeras lesbianas. De hecho, las primeras agencias de esos grupos gay, como Néstor Perlongher y sus compañeras y compañeros, eran de muchísimo coraje porque en el progresismo, en Argentina y en el mundo, la última fórmula que ingresa es la sexualidad. Digamos que la Argentina en ese punto no era demasiado peculiar. Pero, colocándome en la atmósfera de la época, el ambiente más progre seguía pensando en una cuestión necesariamente terapéutica. El propio psicoanálisis no salía del canon de la perversión. Y ser psicoanalizado era ser progresista en Argentina. Son construcciones oximorónicas. Por eso digo que la reemergencia del feminismo fue importante como un cauce para pensarse porque es a partir de entonces que hay necesidad de volver sobre todos y todas las excluidas. Es en los ’90, en torno de la cuestión gay, como dice mi amigo Ernesto Meccia, que aparecen todas estas cosas. Y luego una reflexión de sí de las compañeras lesbianas. La aparición de Ilse Fuskova en el programa de Mirtha Legrand allá por el año ’91, aun en ese escenario, fue toda una construcción de sentido. Por supuesto que Mirtha Legrand no sabe ni de cerca el significado que eso tuvo ni tampoco conviene que se lo digamos. Pero ese acto fue notable porque a pesar de estar absorbido en el contexto mediatizado por alguien que contradice lo que son las filiaciones progresistas, sin embargo se produce y tiene impacto.

Tiene aun así su eficacia perfomativa...

–Exacto. A partir de aquello muchxs salieron del closet. Pero insisto que, salvo los grupos más adolescentes, creo que hoy queda mucho de conservadurismo. Esto es importante porque hay una cuestión generacional que es la que va rompiendo los sentidos establecidos. Pero muchachas de cuarenta años que se animan a darse el gusto todavía lo hacen bajo caución.

¿Cómo atraviesan la cuestión de clase estos modelos de sexualidad y moral?

–En el libro hay claramente una distinción entre sexualidad en clases populares, clases medias y altas. No hay nada que hacerle: este fenómeno está cruzado por la clase. La mayor parte de los estudios contemporáneos tiene un corte de clase: la mayoría se hace sobre varones homosexuales de clase media. Es muy difícil llegar a los sectores populares. Mi conjetura es que pueden haber sido más agresivos en la disposición verbal, pero finalmente las clases populares están llamadas a saldar de algún modo las diferencias, porque no hay más remedio. En las clases medias hay otros lujos: pueden decir no te veo más. En las clases populares, por ejemplo, una hija que se va con una chica, finalmente la madre la necesita, entonces se terminan juntando. Es decir, hay que hacer un corte de clase en estos comportamientos porque si no no los entenderíamos. Y los sectores populares finalmente se amuchan con sus estropicios de verbalidad y, no por idealizarlos, pero hay una cuestión afectiva y de necesidad existencial y, no porque sean ideológicamente más perfectos, sino porque opera una especie de resiliencia contra las formas individualistas. Lo mismo pasa con los embarazos adolescentes, que hasta por momentos los hace más felices, mientras que para la clase media son casi una tragedia. Es cierto que hablamos de clase media y no se la puede pensar como un todo aglutinador. Dentro de ella hay segmentos. Y no hay que olvidarlos. Porque si no se generaliza, como se usa ahora decir: “La clase media no la quiere a Cristina y todavía las mujeres de clase media la quieren menos”. Creo que hay que explicarla por tramos, porque hay una buena parte que es progresiva y que está dispuesta a hacer un buen escrutinio que ampare la decisión del hijo gay o de la hija lesbiana.

O sea que los cambios se han dado aun si ciertos sectores de las clases medias sigan siendo horripilantes desde una perspectiva progresiva.

–Pero efectivamente son los sectores populares los menos analizados desde el punto de vista de las sexualidades disidentes a continuidad.

Estas agencias y debates, ¿perforan también la percepción y el significado de la prostitución?

–Podríamos decir que la percepción de la prostitución de hoy no tiene nada que ver con la de hace 60 años, cuando toda chica que mostraba un escote era vista como prostituta. O una muchacha que en los ’50 tenía amores con dos o tres muchachos ya quedaba completamente escrachada, y te estoy hablando de la universidad, donde las casquivanas seguían siendo casquivanas y había muy poca tolerancia a aquellas que se levantaban unos cuantos varones. La cuestión de prostituta, como locución, en realidad tiene una serie de conversiones, pero depende a qué grupos de mujeres aludan. Creo que hoy tiene mucha más repercusión decir “gato” que prostituta. Prostituta ha dejado de tener los efectos perturbadores que tuvo. Gato, en cambio, refiere a la idea de gente que no tiene necesidad de hacerlo pero lo hace vinculados a ciertos personajes políticos.

La Iglesia y la tutela del Estado son dos vectores de análisis en el libro. ¿Qué podría decirse del rol actual del Papa?

–El Papa nos pone en problemas porque está haciendo diástole y sístole todo el tiempo. El Papa hace lo posible por ser una nueva tolerancia humanística. Estando en México, escuché la entrevista que le hizo la cadena Televisa y me impactó porque el Papa habla de entrecasa. Y dijo algo muy interesante sobre debatir el tema de los divorciados que se vuelven a casar y soslayó, pero lo introdujo, el problema de la sexualidad. Luego, en el movimiento de diástole, hizo un comentario “antigender” y lo dijo así en inglés, no lo pudo decir en castellano. (Dijo Francisco: “...la enseñanza de la teoría del ‘gender’, entonces es una cosa como que va atomizando a la familia, ¿no? Esa colonización ideológica que destruye la familia, ¿no? Por eso yo creo que del Sínodo saldrán cosas muy claras, muy rápidas, y que ayuden a toda esta crisis familiar, que es total ¿no?”.) La Iglesia es un problema desde el punto de vista de su teluria contra la sexualidad y las sexualidades disidentes en particular. Claro que ése es el canon, luego está la vida real. Lo que sí creo es que la tutela del Estado se ha aflojado mucho. Hay dos razones. La cuestión gay y el Estado preocupado por el HIV, que lo obligó a visibilizar, hacer lugar y hacer un esgrima para reconocer actores –lo cual no quiere decir que aplaudiera– que eran fundamentales para la lucha contra el sida. Después vinieron las grandes reformas del Estado, impensadas en este país. El Estado argentino, como todos los estados pero éste en particular, ha sido muy adverso a los derechos personalísimos. Pero también está el Poder Legislativo, que es un poder del Estado, y este país tiene la ley de matrimonio igualitario y la ley de identidad de género. Esta es una ley única y Dinamarca la está copiando. En muchos países hay prerrogativas garantizadas, como España y Uruguay, pero el caso de Argentina es diferente. Y yo estaba preocupada porque una ley de género podía ser categorial, podía categorizar.

¿En qué sentido?

–¿Qué es la sexualidad sino un apunte de afinamiento con el deseo? ¿Por qué tiene que ser una categoría política? Lo es sólo por la exclusión. Lo mismo pasa con la categoría mujer: se vuelve una categoría política por la exclusión. Lo que debemos desear es que la ley no categorice a las personas porque si no la libertad promete estar conculcada por la propia ley. No podés congelar las sexualidades en las categorías. Yo creo que las sexualidades están abiertas, ¡¿qué sabemos del devenir de las sexualidades?! Ese es el punto: el Estado argentino se puso al día con derechos personalísimos y, más allá de realidades provinciales graves –¡hay edictos en algunas provincias!–, la ley de identidad de género es una gran rehabilitación de un Estado que estaba muy atrasado.

La migración, en diferentes partes del libro, aparece claramente como sujeto de denuncia de una moralidad extraña... ¿Ves que es una constante?

–Es que todo lo desconocido suena a moralmente débil. Tiene algún tipo de labilidad moral. Y esto porque el enclave de la sexualidad es tan decisivo que efectivamente la otredad carga con una noción de disparidad moral. Y si es dispar moral, algo de diferencia sexual hay: vaya a saber cómo hacen el acto sexual, qué perversiones trae, qué tipo de imaginación puede impulsarlos. Esto es lo que siguen evocando lxs migrantes, lo que se complica por la propia manifestación física. Por ejemplo, cuando alguna gente ve un negro de Senegal en Buenos Aires. Para un fascista o reacccionario, ¿qué es un negro de Senegal? Seguro que hay una agregación, una connotación sexual que es inherente a la moral. Cuando se habla de perspectiva ética, la referencia es otra: sobre la licitud de los actos, el buen cuidado, el gobierno recto de las cosas. En cambio, la palabra moral arrastra una arcilla de sexualidad.

En su Historia de la sexualidad, Foucault cuestiona la proliferación de los discursos sobre la sexualidad como forma normativa. Luego hay una idea de deseo que se desmarca de lo que vos llamabas justamente la categorización y opera a favor de los devenires. ¿Cómo pensás aquella discusión de Foucault con relación al libro?
–Hablar de sexualidades entonces era retener el esquema de la moralidad sexual. Por eso Foucault dice que hay una habilitación de la burguesía: si más hablamos, más sujetamos la sexualidad a través del control por medio del discurso. Ahí la paradoja: son las tretas de lo que podría ser lo performativo. Cuanto más hablás, más la retenés en un recalcitrante represivo. Probablemente, convenga hablar menos de sexualidad e indagar las derivas del deseo. Acá lo hacemos como parte de un camino historiográfico que incluía la censura de ciertas sexualidades. De todos modos, yo creo que el estatuto del deseo sí tiene algunas inhibiciones que no niego. Por ejemplo, sujetar sexualmente a alguien no está permitido, no está dentro de mi canon de las aperturas todavía insondables del deseo. Por eso la cuestión de la pedofilia, por ejemplo. Yo creo que esas derivas del deseo siempre abiertas se combinan con todo lo que sintoniza con la autonomía humana.


FUENTE: 
LAS 12
http://www.pagina12.com.ar/diario/suplementos/las12/13-9633-2015-04-17.html
17 de abril 2015

dr. elephant

domingo, marzo 29, 2015

Volverse público Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea BORIS GROYS


Volverse público Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea 
BORIS GROYS
Editorial CAja Negra
págs. 9-15

Traducción / Paola Cortes Rocca






Introducción: 
Poética vs. Estética


El tema principal de los ensayos que se incluyen en este libro es el arte. En la modernidad –en la época en la que todavía vivimos– cualquier discurso sobre arte cae, casi de manera automática, bajo la categoría general de estética. Desde La crítica del juicio de Kant en 1790, para alguien que escribe sobre arte se volvió extremadamente difícil escapar de la gran tradición de la reflexión estética (y evitar ser juzgado de acuerdo a los criterios y las expectativas formuladas por esta tradición). Es la tarea que me propongo en estos ensayos: escribir sobre arte de una manera no-estética. Esto no significa que quiero desarrollar algo así como una “anti-estética” porque toda anti-estética es, obviamente, solo una forma más específica de la estética. De hecho, mis ensayos evitan por completo la actitud estética en cualquiera de sus variantes. Tal es así que están escritos desde otra perspectiva: la de la poética. Pero antes de intentar caracterizar esta otra perspectiva con mayor detalle, me gustaría explicar por qué tiendo a evitar la tradicional actitud estética. 
La actitud estética es la actitud del espectador. En tanto tradición filosófica y disciplina universitaria, la estética se vincula al arte y lo concibe desde la perspectiva del espectador, del consumidor de arte, que le exige al arte la así llamada experiencia estética. Al menos desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de lo bello o de lo sublime. Puede ser una experiencia del placer sensual. Pero también puede ser una experiencia “anti-estética” del displacer, de la frustración provocada por la obra de arte que carece de todas las cualidades que la estética “afirmativa” espera que tenga. Puede ser una experiencia de una visión utópica que guíe a la humanidad desde su condición actual hacia una nueva sociedad en la que reine la belleza; o, en términos un poco diferentes, que redistribuya lo sensible de modo tal que reconfigure el campo de visión del espectador, mostrándole ciertas cosas y dándole acceso a ciertas voces que permanecían ocultas o inaccesibles. Pero también puede demostrar la imposibilidad de proveer experiencias de una estética afirmativa en medio de una sociedad basada en la opresión y la explotación, basada en la absoluta comercialización y mercantilización del arte que, en principio, atenta contra la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, estas experiencias estéticas a primera vista contradictorias pueden proveer el mismo goce estético. Sin embargo, con el objeto de experimentar algún tipo de placer estético, el espectador debe estar educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el milieu social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción artística al consumo artístico y, por lo tanto, la subordinación de la teoría estética a la sociología. Es más, desde un punto de vista estético, el artista es un proveedor de experiencias estéticas, incluyendo  a aquellas producidas con la intención de frustrar o alterar la sensibilidad estética del espectador. El sujeto de la actitud estética es un amo mientras que el artista es un esclavo. Por supuesto, como demuestra Hegel, el esclavo puede manipular al amo –y de hecho lo hace– aunque, sin embargo, sigue siendo esclavo. Esta situación cambió un poco cuando el artista empezó a servir a un gran público en lugar de servir al régimen de mecenazgo representado por la iglesia o los poderes autocráticos tradicionales. En ese momento, el artista estaba obligado a presentar los “contenidos” –temas, motivos, narrativas y demás– dictados por la fe religiosa o por los intereses del poder político. Hoy, se le pide al artista que abord

e temas de interés público. En la actualidad, el público democrático quiere encontrar en el arte las representaciones de asuntos, temas, controversias políticas y aspiraciones sociales que activan su vida cotidiana. Con frecuencia, se considera a la politización del arte como un antídoto contra una actitud puramente estética que supuestamente le pide al arte que sea simplemente bello. Pero, de hecho, esta politización del arte puede ser fácilmente combinada con su estetización, en la medida en que se las considere desde la perspectiva del espectador, del consumidor. Clement Greenberg señala que un artista es libre y capaz de demostrar su maestría y gusto, precisamente cuando una autoridad externa le regula al artista el contexto de la obra. Al liberarse del problema de qué hacer, el artista puede entonces concentrarse en el aspecto puramente formal del arte, en la cuestión de cómo hacerlo, es decir, en cómo hacerlo de modo tal que sus contenidos sean atractivos y seductores (o desagradables y repulsivos) para la sensibilidad estética del público. Si, como ocurre generalmente, se concibe la politización del arte como un hacer que ciertas actitudes políticas resulten atractivas (o repulsivas) para el público, la politización del arte se vuelve algo totalmente supeditado a la actitud estética. Y finalmente, la aspiración es formatear ciertos contenidos políticos en una forma atractiva estéticamente. Pero, por supuesto, a través de un acto de compromiso político real, la forma estética pierde su relevancia y puede ser descartada en nombre de la práctica política directa. Aquí el arte funciona como propaganda política que se vuelve superflua en cuanto alcanza su cometido. Este es solo uno de muchos ejemplos sobre cómo la actitud estética se vuelve problemática cuando se aplica a las artes. Y de hecho, la actitud estética no necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede compararse a una sencilla y bella puesta de sol. Y por supuesto, el aspecto sublime de la naturaleza y de la política puede ser experimentado por completo solo cuando se es testigo de una verdadera catástrofe natural, una revolución, o una guerra, no al leer una novela o mirar una imagen. De hecho, esta era la opinión compartida por Kant y los poetas y artistas románticos, por aquellos que fundaron el primer discurso estético influyente: el mundo real, no el arte, es el objeto legítimo de la actitud estética y también de las actitudes científicas y éticas. Según Kant, el arte puede convertirse en un objeto legítimo de contemplación estética solo si es creado por un genio, entendido como una encarnación de la fuerza natural. El arte profesional solo sirve como herramienta para la educación del gusto y el juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado, el arte puede dejarse de lado como la escalera de Wittgenstein, y el sujeto confrontarse con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde una perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede y debe ser superado. Todo puede ser visto desde una perspectiva estética; todo puede servir como fuente de la experiencia estética y convertirse en objeto del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no ocupa una posición privilegiada sino que se ubica entre el sujeto de la actitud estética y el mundo. Una persona adulta no necesita de la tutela estética del arte, puede simplemente confiar en su propio gusto y sensibilidad. El uso del discurso estético para legitimar al arte, en verdad, sirve para desvalorizarlo. Pero entonces, ¿cómo explicar el dominio del discurso estético durante la modernidad? La razón principal es estadística: en los siglos xviii y xix, cuando se inició y desarrolló la reflexión sobre el arte, los artistas eran minoría y los espectadores, mayoría. La pregunta acerca de por qué alguien debe producir arte resultaba irrelevante ya que, sencillamente, los artistas producían arte para ganarse la vida. Y esta era una explicación suficiente para la existencia del arte. La verdadera pregunta era por qué la otra gente debía contemplar ese arte. Y la respuesta era: el arte debía formar el gusto y desarrollar la sensibilidad estética, el arte como educación de la mirada y demás sentidos. La división entre artistas y espectadores parecía clara y socialmente establecida: los espectadores eran los sujetos de la actitud estética, y las obras producidas por los artistas eran los objetos de la contemplación estética. Pero al menos desde comienzos del siglo xx esta sencilla dicotomía comenzó a colapsar. Los ensayos que siguen describen diversos aspectos de estos cambios. Entre ellos, la emergencia y el rápido desarrollo de los medios visuales que, a lo largo del siglo xx, convirtieron a un inmenso número de personas en objetos de vigilancia, atención y observación, a un nivel que era impensable en cualquier otro período de la historia humana. Al mismo tiempo, estos medios visuales se volvieron una nueva ágora para el público internacional y, en especial, para la discusión política. El debate político que tenía lugar en la antigua ágora griega presuponía la presencia inmediata y en vivo, así como la visibilidad de los participantes. Actualmente, cada persona debe establecer su propia imagen en el contexto de los medios visuales. Y no es solo en el famoso mundo virtual de Second Life donde uno crea un “avatar” virtual como un doble artificial con el que comunicarse y actuar. La “primera vida” de los medios contemporáneos funciona del mismo modo. Cualquiera que quiera ser una persona pública e interactuar en el ágora política internacional contemporánea debe crear una persona pública e individualizable que sea relevante no solo para las élites políticas y culturales. El acceso relativamente fácil a las cámaras digitales de fotografía y video combinado con Internet –una plataforma de distribución global– ha alterado la relación numérica tradicional entre los productores de imágenes y los consumidores. Hoy en día, hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas. En estas nuevas condiciones, la actitud estética obviamente pierde su antigua relevancia social. Según Kant, la contemplación estética era desinteresada ya que el sujeto no estaba preocupado por la existencia del objeto de contemplación. De hecho, como ya ha sido mencionado, la actitud estética no solo acepta la no-existencia de su objeto, además presupone su eventual desaparición, cuando ese objeto es una obra de arte. Sin embargo, el que produce su persona pública e individualizable, obviamente está interesado en su existencia y en su capacidad para llegar a sustituir el cuerpo “natural” y biológico de su productor. Hoy en día, no son solo los artistas profesionales, sino también todos nosotros los que tenemos que aprender a vivir en un estado de exposición mediática, produciendo personas artificiales, dobles o avatares con un doble propósito: por un lado, situarnos en los medios visuales, y por otro, proteger nuestros cuerpos biológicos de la mirada mediática. Es claro que una persona pública no puede ser resultado de fuerzas inconscientes y cuasi naturales del ser humano –como ocurría en el caso del genio kantiano. Por el contrario, tiene que ver con decisiones técnicas y políticas por las cuales el sujeto es ética y políticamente responsable. Así, la dimensión política del arte tiene menos que ver con el impacto en el espectador y más con las decisiones que conducen, en primer lugar, a su emergencia. Esto implica que el arte contemporáneo debe ser analizado, no en términos estéticos, sino en términos de poética. No desde la perspectiva del consumidor de arte, sino desde la del productor. De hecho, la tradición que piensa al arte como poiesis o techné es más extensa que la que lo piensa como aisthesis o en términos de hermenéutica. El deslizamiento desde una noción poética y técnica del arte hacia un análisis estético o hermenéutico fue relativamente reciente, y ahora llegó el momento de revertir ese cambio de perspectiva. De hecho, esta inversión ya empezó con la vanguardia histórica, con artistas como Wassily Kandinsky, Kazimir Malevich, Hugo Ball o Marcel Duchamp, que crearon narrativas publicas en las que actuaron como personas públicas colocando al mismo nivel artículos periodísticos, docencia, escritura, performance y producción visual. Vistas y juzgadas desde una perspectiva estética, sus obras se interpretaron, fundamentalmente, como una reacción artística a la revolución industrial y a la agitación política de la época. Claro que esta interpretación es legítima. Al mismo tiempo, parece incluso más legítimo pensar estas prácticas artísticas como transformaciones radicales desde la estética a la poética, más específicamente hacia la autopoética, hacia la producción del propio Yo público. Es evidente que estos artistas no buscaban complacer al público o satisfacer sus deseos estéticos. Pero los artistas de vanguardia tampoco buscaban poner al público en estado de shock y producir imágenes desagradables de lo sublime. En nuestra cultura, la noción de shock está ligada fundamentalmente a las imágenes de la violencia y la sexualidad. Pero ni el Cuadrado negro (1915) de Malevich, ni los poemas fonéticos de Hugo Ball o el Anémic Cinéma (1926) de Marcel Duchamp exhiben violencia o sexualidad de un modo explícito. Estos artistas de vanguardia tampoco infringieron un tabú porque nunca existió un tabú que prohibiera los cuadrados o los monótonos discos rotatorios. Y no sorprendieron, porque los discos y los cuadrados no sorprenden. En su lugar, demostraron las condiciones mínimas para producir un efecto de visibilidad, a partir del grado cero de la forma y el sentido. Estas obras son la encarnación visible de la nada o, lo que es lo mismo, de la pura subjetividad. Y en este sentido son obras puramente autopoéticas, que le otorgan forma visible a una subjetividad que ha sido vaciada, purificada de todo contenido específico. La tematización de la nada y de la negatividad en manos de la vanguardia no es, por lo tanto, un signo de su “nihilismo” ni una protesta contra la “anulación” de la vida en el capitalismo industrial. Es simplemente signo de un nuevo comienzo, de una metanoia que mueve al artista desde cierto interés por el mundo externo hacia la construcción autopoética de su propio Yo. Hoy en día, esta práctica autopoética puede ser fácilmente interpretada como un tipo de producción comercial de la imagen, como el desarrollo de una marca o el trazado de una tendencia. No hay duda de que toda persona pública es también una mercancía y de que cada gesto hacia lo público sirve a los intereses de numerosos inversores y potenciales accionistas. Es claro que los artistas de vanguardia se convirtieron en una marca comercial hace tiempo. Siguiendo esta lí-nea de argumentación, es fácil percibir cualquier gesto autopoético como un gesto de mercantilización del Yo y por lo tanto, iniciar una crítica a la práctica autopoética como una operación encubierta, diseñada para ocultar las ambiciones sociales y la avidez por el dinero. Aunque a primera vista parece convincente, surge otra cuestión. ¿A qué intereses responde esta crítica? No hay dudas de que, en el contexto de la civilización contemporánea casi completamente dominada por el mercado, todo puede ser interpretado, de un modo u otro, como un efecto de las fuerzas del mercado. Por este motivo, el valor de tal interpretación es casi nulo ya que lo que sirve como explicación para todo, deja de explicar lo particular. Mientras la autopoiesis puede ser usada –y lo es– como un medio de comodificación del Yo, la búsqueda de intereses privados detrás de cada persona pública implica proyectar las realidades actuales del capitalismo y el mercado más allá de sus fronteras históricas. Se producía arte antes de la emergencia del capitalismo y del mercado del arte, y cuando desaparezcan, el arte continuará. Se produjo arte durante la época moderna en lugares que no eran capitalistas y en los que no había un mercado de arte, como es el caso de los países socialistas. Es decir que el acto de producir arte se ubica en una tradición que no está totalmente definida por el mercado del arte y, por lo tanto, no puede ser explicado exclusivamente en términos de crítica del mercado y de las instituciones del arte capitalista. Aquí surge una pregunta más amplia que concierne al valor del análisis sociológico en la teoría general del arte. El análisis sociológico considera cualquier arte concreto como algo que emerge de cierto contexto social concreto –presente o pasado– y manifiesta ese contexto. Pero esta comprensión del arte nunca ha aceptado completamente el giro moderno desde el arte mimético al arte no-mimético, constructivista. El análisis sociológico todavía considera al arte como un reflejo de cierta realidad dada de antemano, que es el campo social “real” en el que el arte se produce y distribuye. Sin embargo, el arte no puede explicarse completamente como una manifestación del campo cultural y social “real”, porque los campos de los que emerge y en los que circula son también artificiales. Están formados por personas públicas diseñadas artísticamente y que, por lo tanto, son ellas mismas creaciones artísticas. Las sociedades “reales” están integradas por personas reales y vivas. Y por lo tanto, los sujetos de la actitud estética también son personas reales, vivas, y capaces de tener experiencias estéticas reales. Es más, es en este sentido que la actitud estética cierra el abordaje sociológico del arte. Pero si alguien aborda el arte desde una posición poética, técnica y autoral, la situación cambia drásticamente porque, como sabemos, el autor está siempre muerto o, al menos, ausente. Como productor visual, uno opera en un espacio mediático en el que no hay una diferencia clara entre los vivos y los muertos ya que ambos están representados por personas igualmente artificiales. Por ejemplo, las obras producidas por los artistas vivos y las producidas por los muertos habitualmente comparten los mismos espacios en los museos –el museo es, históricamente, el primer contexto del arte construido artificialmente. Lo mismo puede decirse sobre Internet como espacio que tampoco diferencia claramente entre vivos y muertos. Por otra parte, los artistas habitualmente rechazan la sociedad de sus contemporáneos, así como la aceptación del museo o los sistemas mediáticos, y prefieren, en cambio, proyectar sus personalidades en el mundo imaginario de las futuras generaciones. Y es en este sentido que el campo del arte representa y expande la noción de sociedad, porque incluye no solo a los vivos sino también a los muertos e incluso a los que todavía no nacieron. Este es el verdadero motivo de las insuficiencias del análisis sociológico del arte: la sociología es una ciencia de lo viviente, con una preferencia instintiva por los vivos por sobre los muertos. El arte, en cambio, constituye un modo moderno de sobrellevar esta preferencia y establecer cierta igualdad entre vivos y muertos.



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