domingo, marzo 29, 2015

Volverse público Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea BORIS GROYS


Volverse público Las transformaciones del arte en el ágora contemporánea 
BORIS GROYS
Editorial CAja Negra
págs. 9-15

Traducción / Paola Cortes Rocca






Introducción: 
Poética vs. Estética


El tema principal de los ensayos que se incluyen en este libro es el arte. En la modernidad –en la época en la que todavía vivimos– cualquier discurso sobre arte cae, casi de manera automática, bajo la categoría general de estética. Desde La crítica del juicio de Kant en 1790, para alguien que escribe sobre arte se volvió extremadamente difícil escapar de la gran tradición de la reflexión estética (y evitar ser juzgado de acuerdo a los criterios y las expectativas formuladas por esta tradición). Es la tarea que me propongo en estos ensayos: escribir sobre arte de una manera no-estética. Esto no significa que quiero desarrollar algo así como una “anti-estética” porque toda anti-estética es, obviamente, solo una forma más específica de la estética. De hecho, mis ensayos evitan por completo la actitud estética en cualquiera de sus variantes. Tal es así que están escritos desde otra perspectiva: la de la poética. Pero antes de intentar caracterizar esta otra perspectiva con mayor detalle, me gustaría explicar por qué tiendo a evitar la tradicional actitud estética. 
La actitud estética es la actitud del espectador. En tanto tradición filosófica y disciplina universitaria, la estética se vincula al arte y lo concibe desde la perspectiva del espectador, del consumidor de arte, que le exige al arte la así llamada experiencia estética. Al menos desde Kant, sabemos que la experiencia estética puede ser una experiencia de lo bello o de lo sublime. Puede ser una experiencia del placer sensual. Pero también puede ser una experiencia “anti-estética” del displacer, de la frustración provocada por la obra de arte que carece de todas las cualidades que la estética “afirmativa” espera que tenga. Puede ser una experiencia de una visión utópica que guíe a la humanidad desde su condición actual hacia una nueva sociedad en la que reine la belleza; o, en términos un poco diferentes, que redistribuya lo sensible de modo tal que reconfigure el campo de visión del espectador, mostrándole ciertas cosas y dándole acceso a ciertas voces que permanecían ocultas o inaccesibles. Pero también puede demostrar la imposibilidad de proveer experiencias de una estética afirmativa en medio de una sociedad basada en la opresión y la explotación, basada en la absoluta comercialización y mercantilización del arte que, en principio, atenta contra la posibilidad de una perspectiva utópica. Como sabemos, estas experiencias estéticas a primera vista contradictorias pueden proveer el mismo goce estético. Sin embargo, con el objeto de experimentar algún tipo de placer estético, el espectador debe estar educado estéticamente, y esta educación necesariamente refleja el milieu social y cultural en el que nació o en el que vive. En otras palabras, la actitud estética presupone la subordinación de la producción artística al consumo artístico y, por lo tanto, la subordinación de la teoría estética a la sociología. Es más, desde un punto de vista estético, el artista es un proveedor de experiencias estéticas, incluyendo  a aquellas producidas con la intención de frustrar o alterar la sensibilidad estética del espectador. El sujeto de la actitud estética es un amo mientras que el artista es un esclavo. Por supuesto, como demuestra Hegel, el esclavo puede manipular al amo –y de hecho lo hace– aunque, sin embargo, sigue siendo esclavo. Esta situación cambió un poco cuando el artista empezó a servir a un gran público en lugar de servir al régimen de mecenazgo representado por la iglesia o los poderes autocráticos tradicionales. En ese momento, el artista estaba obligado a presentar los “contenidos” –temas, motivos, narrativas y demás– dictados por la fe religiosa o por los intereses del poder político. Hoy, se le pide al artista que abord

e temas de interés público. En la actualidad, el público democrático quiere encontrar en el arte las representaciones de asuntos, temas, controversias políticas y aspiraciones sociales que activan su vida cotidiana. Con frecuencia, se considera a la politización del arte como un antídoto contra una actitud puramente estética que supuestamente le pide al arte que sea simplemente bello. Pero, de hecho, esta politización del arte puede ser fácilmente combinada con su estetización, en la medida en que se las considere desde la perspectiva del espectador, del consumidor. Clement Greenberg señala que un artista es libre y capaz de demostrar su maestría y gusto, precisamente cuando una autoridad externa le regula al artista el contexto de la obra. Al liberarse del problema de qué hacer, el artista puede entonces concentrarse en el aspecto puramente formal del arte, en la cuestión de cómo hacerlo, es decir, en cómo hacerlo de modo tal que sus contenidos sean atractivos y seductores (o desagradables y repulsivos) para la sensibilidad estética del público. Si, como ocurre generalmente, se concibe la politización del arte como un hacer que ciertas actitudes políticas resulten atractivas (o repulsivas) para el público, la politización del arte se vuelve algo totalmente supeditado a la actitud estética. Y finalmente, la aspiración es formatear ciertos contenidos políticos en una forma atractiva estéticamente. Pero, por supuesto, a través de un acto de compromiso político real, la forma estética pierde su relevancia y puede ser descartada en nombre de la práctica política directa. Aquí el arte funciona como propaganda política que se vuelve superflua en cuanto alcanza su cometido. Este es solo uno de muchos ejemplos sobre cómo la actitud estética se vuelve problemática cuando se aplica a las artes. Y de hecho, la actitud estética no necesita del arte ya que funciona mucho mejor sin él. Habitualmente se dice que todas las maravillas del arte palidecen en comparación con las maravillas de la naturaleza. En términos de experiencia estética, ninguna obra de arte puede compararse a una sencilla y bella puesta de sol. Y por supuesto, el aspecto sublime de la naturaleza y de la política puede ser experimentado por completo solo cuando se es testigo de una verdadera catástrofe natural, una revolución, o una guerra, no al leer una novela o mirar una imagen. De hecho, esta era la opinión compartida por Kant y los poetas y artistas románticos, por aquellos que fundaron el primer discurso estético influyente: el mundo real, no el arte, es el objeto legítimo de la actitud estética y también de las actitudes científicas y éticas. Según Kant, el arte puede convertirse en un objeto legítimo de contemplación estética solo si es creado por un genio, entendido como una encarnación de la fuerza natural. El arte profesional solo sirve como herramienta para la educación del gusto y el juicio estético. Una vez que esta educación se ha completado, el arte puede dejarse de lado como la escalera de Wittgenstein, y el sujeto confrontarse con la experiencia estética de la vida misma. Visto desde una perspectiva estética, el arte se revela como algo que puede y debe ser superado. Todo puede ser visto desde una perspectiva estética; todo puede servir como fuente de la experiencia estética y convertirse en objeto del juicio estético. Desde la perspectiva de la estética, el arte no ocupa una posición privilegiada sino que se ubica entre el sujeto de la actitud estética y el mundo. Una persona adulta no necesita de la tutela estética del arte, puede simplemente confiar en su propio gusto y sensibilidad. El uso del discurso estético para legitimar al arte, en verdad, sirve para desvalorizarlo. Pero entonces, ¿cómo explicar el dominio del discurso estético durante la modernidad? La razón principal es estadística: en los siglos xviii y xix, cuando se inició y desarrolló la reflexión sobre el arte, los artistas eran minoría y los espectadores, mayoría. La pregunta acerca de por qué alguien debe producir arte resultaba irrelevante ya que, sencillamente, los artistas producían arte para ganarse la vida. Y esta era una explicación suficiente para la existencia del arte. La verdadera pregunta era por qué la otra gente debía contemplar ese arte. Y la respuesta era: el arte debía formar el gusto y desarrollar la sensibilidad estética, el arte como educación de la mirada y demás sentidos. La división entre artistas y espectadores parecía clara y socialmente establecida: los espectadores eran los sujetos de la actitud estética, y las obras producidas por los artistas eran los objetos de la contemplación estética. Pero al menos desde comienzos del siglo xx esta sencilla dicotomía comenzó a colapsar. Los ensayos que siguen describen diversos aspectos de estos cambios. Entre ellos, la emergencia y el rápido desarrollo de los medios visuales que, a lo largo del siglo xx, convirtieron a un inmenso número de personas en objetos de vigilancia, atención y observación, a un nivel que era impensable en cualquier otro período de la historia humana. Al mismo tiempo, estos medios visuales se volvieron una nueva ágora para el público internacional y, en especial, para la discusión política. El debate político que tenía lugar en la antigua ágora griega presuponía la presencia inmediata y en vivo, así como la visibilidad de los participantes. Actualmente, cada persona debe establecer su propia imagen en el contexto de los medios visuales. Y no es solo en el famoso mundo virtual de Second Life donde uno crea un “avatar” virtual como un doble artificial con el que comunicarse y actuar. La “primera vida” de los medios contemporáneos funciona del mismo modo. Cualquiera que quiera ser una persona pública e interactuar en el ágora política internacional contemporánea debe crear una persona pública e individualizable que sea relevante no solo para las élites políticas y culturales. El acceso relativamente fácil a las cámaras digitales de fotografía y video combinado con Internet –una plataforma de distribución global– ha alterado la relación numérica tradicional entre los productores de imágenes y los consumidores. Hoy en día, hay más gente interesada en producir imágenes que en mirarlas. En estas nuevas condiciones, la actitud estética obviamente pierde su antigua relevancia social. Según Kant, la contemplación estética era desinteresada ya que el sujeto no estaba preocupado por la existencia del objeto de contemplación. De hecho, como ya ha sido mencionado, la actitud estética no solo acepta la no-existencia de su objeto, además presupone su eventual desaparición, cuando ese objeto es una obra de arte. Sin embargo, el que produce su persona pública e individualizable, obviamente está interesado en su existencia y en su capacidad para llegar a sustituir el cuerpo “natural” y biológico de su productor. Hoy en día, no son solo los artistas profesionales, sino también todos nosotros los que tenemos que aprender a vivir en un estado de exposición mediática, produciendo personas artificiales, dobles o avatares con un doble propósito: por un lado, situarnos en los medios visuales, y por otro, proteger nuestros cuerpos biológicos de la mirada mediática. Es claro que una persona pública no puede ser resultado de fuerzas inconscientes y cuasi naturales del ser humano –como ocurría en el caso del genio kantiano. Por el contrario, tiene que ver con decisiones técnicas y políticas por las cuales el sujeto es ética y políticamente responsable. Así, la dimensión política del arte tiene menos que ver con el impacto en el espectador y más con las decisiones que conducen, en primer lugar, a su emergencia. Esto implica que el arte contemporáneo debe ser analizado, no en términos estéticos, sino en términos de poética. No desde la perspectiva del consumidor de arte, sino desde la del productor. De hecho, la tradición que piensa al arte como poiesis o techné es más extensa que la que lo piensa como aisthesis o en términos de hermenéutica. El deslizamiento desde una noción poética y técnica del arte hacia un análisis estético o hermenéutico fue relativamente reciente, y ahora llegó el momento de revertir ese cambio de perspectiva. De hecho, esta inversión ya empezó con la vanguardia histórica, con artistas como Wassily Kandinsky, Kazimir Malevich, Hugo Ball o Marcel Duchamp, que crearon narrativas publicas en las que actuaron como personas públicas colocando al mismo nivel artículos periodísticos, docencia, escritura, performance y producción visual. Vistas y juzgadas desde una perspectiva estética, sus obras se interpretaron, fundamentalmente, como una reacción artística a la revolución industrial y a la agitación política de la época. Claro que esta interpretación es legítima. Al mismo tiempo, parece incluso más legítimo pensar estas prácticas artísticas como transformaciones radicales desde la estética a la poética, más específicamente hacia la autopoética, hacia la producción del propio Yo público. Es evidente que estos artistas no buscaban complacer al público o satisfacer sus deseos estéticos. Pero los artistas de vanguardia tampoco buscaban poner al público en estado de shock y producir imágenes desagradables de lo sublime. En nuestra cultura, la noción de shock está ligada fundamentalmente a las imágenes de la violencia y la sexualidad. Pero ni el Cuadrado negro (1915) de Malevich, ni los poemas fonéticos de Hugo Ball o el Anémic Cinéma (1926) de Marcel Duchamp exhiben violencia o sexualidad de un modo explícito. Estos artistas de vanguardia tampoco infringieron un tabú porque nunca existió un tabú que prohibiera los cuadrados o los monótonos discos rotatorios. Y no sorprendieron, porque los discos y los cuadrados no sorprenden. En su lugar, demostraron las condiciones mínimas para producir un efecto de visibilidad, a partir del grado cero de la forma y el sentido. Estas obras son la encarnación visible de la nada o, lo que es lo mismo, de la pura subjetividad. Y en este sentido son obras puramente autopoéticas, que le otorgan forma visible a una subjetividad que ha sido vaciada, purificada de todo contenido específico. La tematización de la nada y de la negatividad en manos de la vanguardia no es, por lo tanto, un signo de su “nihilismo” ni una protesta contra la “anulación” de la vida en el capitalismo industrial. Es simplemente signo de un nuevo comienzo, de una metanoia que mueve al artista desde cierto interés por el mundo externo hacia la construcción autopoética de su propio Yo. Hoy en día, esta práctica autopoética puede ser fácilmente interpretada como un tipo de producción comercial de la imagen, como el desarrollo de una marca o el trazado de una tendencia. No hay duda de que toda persona pública es también una mercancía y de que cada gesto hacia lo público sirve a los intereses de numerosos inversores y potenciales accionistas. Es claro que los artistas de vanguardia se convirtieron en una marca comercial hace tiempo. Siguiendo esta lí-nea de argumentación, es fácil percibir cualquier gesto autopoético como un gesto de mercantilización del Yo y por lo tanto, iniciar una crítica a la práctica autopoética como una operación encubierta, diseñada para ocultar las ambiciones sociales y la avidez por el dinero. Aunque a primera vista parece convincente, surge otra cuestión. ¿A qué intereses responde esta crítica? No hay dudas de que, en el contexto de la civilización contemporánea casi completamente dominada por el mercado, todo puede ser interpretado, de un modo u otro, como un efecto de las fuerzas del mercado. Por este motivo, el valor de tal interpretación es casi nulo ya que lo que sirve como explicación para todo, deja de explicar lo particular. Mientras la autopoiesis puede ser usada –y lo es– como un medio de comodificación del Yo, la búsqueda de intereses privados detrás de cada persona pública implica proyectar las realidades actuales del capitalismo y el mercado más allá de sus fronteras históricas. Se producía arte antes de la emergencia del capitalismo y del mercado del arte, y cuando desaparezcan, el arte continuará. Se produjo arte durante la época moderna en lugares que no eran capitalistas y en los que no había un mercado de arte, como es el caso de los países socialistas. Es decir que el acto de producir arte se ubica en una tradición que no está totalmente definida por el mercado del arte y, por lo tanto, no puede ser explicado exclusivamente en términos de crítica del mercado y de las instituciones del arte capitalista. Aquí surge una pregunta más amplia que concierne al valor del análisis sociológico en la teoría general del arte. El análisis sociológico considera cualquier arte concreto como algo que emerge de cierto contexto social concreto –presente o pasado– y manifiesta ese contexto. Pero esta comprensión del arte nunca ha aceptado completamente el giro moderno desde el arte mimético al arte no-mimético, constructivista. El análisis sociológico todavía considera al arte como un reflejo de cierta realidad dada de antemano, que es el campo social “real” en el que el arte se produce y distribuye. Sin embargo, el arte no puede explicarse completamente como una manifestación del campo cultural y social “real”, porque los campos de los que emerge y en los que circula son también artificiales. Están formados por personas públicas diseñadas artísticamente y que, por lo tanto, son ellas mismas creaciones artísticas. Las sociedades “reales” están integradas por personas reales y vivas. Y por lo tanto, los sujetos de la actitud estética también son personas reales, vivas, y capaces de tener experiencias estéticas reales. Es más, es en este sentido que la actitud estética cierra el abordaje sociológico del arte. Pero si alguien aborda el arte desde una posición poética, técnica y autoral, la situación cambia drásticamente porque, como sabemos, el autor está siempre muerto o, al menos, ausente. Como productor visual, uno opera en un espacio mediático en el que no hay una diferencia clara entre los vivos y los muertos ya que ambos están representados por personas igualmente artificiales. Por ejemplo, las obras producidas por los artistas vivos y las producidas por los muertos habitualmente comparten los mismos espacios en los museos –el museo es, históricamente, el primer contexto del arte construido artificialmente. Lo mismo puede decirse sobre Internet como espacio que tampoco diferencia claramente entre vivos y muertos. Por otra parte, los artistas habitualmente rechazan la sociedad de sus contemporáneos, así como la aceptación del museo o los sistemas mediáticos, y prefieren, en cambio, proyectar sus personalidades en el mundo imaginario de las futuras generaciones. Y es en este sentido que el campo del arte representa y expande la noción de sociedad, porque incluye no solo a los vivos sino también a los muertos e incluso a los que todavía no nacieron. Este es el verdadero motivo de las insuficiencias del análisis sociológico del arte: la sociología es una ciencia de lo viviente, con una preferencia instintiva por los vivos por sobre los muertos. El arte, en cambio, constituye un modo moderno de sobrellevar esta preferencia y establecer cierta igualdad entre vivos y muertos.



dr. elephant 2015
destacados Vane Guerra

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